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Sigmund Freud, críticas a la razón y al humanismo en el “El Malestar en la Cultura”

Índice
Introducción
El inconsciente y la crítica de la Razón (Ontología psicoanalítica)
Epistemología del Psicoanálisis
Psicoanálisis y filosofía, la crítica del Conciencialismo
El malestar en la cultura y la crítica al Humanismo
El psicoanálisis en las ciencias sociales
La crítica de la religión
La crítica de la moral
La autoridad
El psicoanálisis aplicado a la historia
La política y los controles sociales (guerra, agresión, muerte)
La cohesión social, La psicología de las masas y el análisis del yo
La ética “del Deseo”
Política freudiana
Conclusiones/Notas
Bibliografía
Introducción
Sigmund Freud (Freigber 1856-Londres 1939) se da a conocer en el mundo científico como médico neurólogo interesado por la hipnosis, para devenir el que hoy conocemos como el “padre” del Psicoanálisis. No nos entretendremos aquí en comentar su biografía, que de todos modos se irá manifestando a medida que avancemos en los conceptos fundamentales de la práctica psicoanalítica, íntimamente imbrincada con su vida personal.
El propósito de este trabajo es establecer en qué sentido Freud participa de lo que hemos dado en llamar los “asaltos” a la Razón moderna, exponiendo sus teorías -en particular la nueva estructura del sujeto a partir del descubrimiento del inconsciente-, revolucionarias de una época en que se confiaba ciegamente en la racionalidad cartesiana. Se impone entonces, considerar la crítica de Freud a la filosofia conciencialista, responsable de la indetificación del aparato psíquico en su totalidad con la conciencia. Desde estas consideraciones podremos esbozar una ontología y una epistemología del psicoanálisis.
Posteriormente nos centraremos en El Malestar en la cultura sacando a la luz la crítica freudiana del Humanismo y su idea de sujeto moral, fundados también sobre la base de la racionalidad ilustrada, para finalizar con un rápido recorrido por los ámbitos político y social que han sido -y siguen siendo- influidos por el psicoanálisis de manera determinante. Veremos la crítica de la religión como institución social; la crítica de la moral; el tratamiento de la autoridad y el liderazgo político -uno de los temas que más interesaron a Freud en este ámbito-; la aplicación de los conceptos del análisis en la historia en Moisés y el monoteísmo; los controles político-sociales a través de la manipulación de la agresión y la muerte; y sobre la base de la psicología del yo, que completará tardíamente la metapsicologia de los procesos inconscientes, estudiaremos los mecanismos de cohesión social.
Después de la exposición de las relaciones entre el psicoanalisis y las ciencias político-sociales, intentaremos establecer lo que podría considerarse una ética freudiana -la Ética del “Deseo”- fundemantándonos en elaboraciones del discípulo de Freud, Jacques Lacan, y cerraremos con algunos comentarios sobre el pensamiento polítco de nuestro autor.
Comencemos ya, entonces, explicitando la nueva estructura psíquica que Freud propone y que, en términos filosóficos, constituye la Ontología del psicoanálisis. Hemos de advertir que por no hacer de este trabajo un manual psicoanalítico, en lugar de definirlos exhaustivamente, muchos de los términos específicos se irán esclareciendo a medida que los relacionemos con conceptos filosóficos, políticos y sociales.

El inconsciente y la crítica de la Razón
(Ontología psicoanalítica)
Freud construye una teoría de la actividad psicológica a partir de dos datos empíricos conocidos: el el cerebro o sistema nervioso, y nuestros actos conscientes. Lo que queda entre estos dos límites, será por lo tanto una hipótesis: la vida psíquica es función de un “aparato” formado por varias partes o instancias psíquicas, descrito según cuatro puntos de vista en la Metapsicologia freudiana.
Veamos brevemente los conceptos principales para cada uno de estos criterios extendiéndonos solo en el último, el estructural, que nos pemitirá establecer con más claridad la crítica freudiana a la razón moderna.
El punto de vista topográfico divide al sujeto en contenidos conscientes, preconscientes y subconscientes, siendo esto último aquello mantenido fuera de la conciencia por bloqueos internos. Una gran parte del yo -las resistencias- y del superyó -la necesidad de castigo- son subconscientes. Este punto de vista indica entre otras cosas, en qué medida nos son accesibles las emociones y pensamientos.
El punto de vista dinámico considera la variedad de las fuerzas mentales, los conflictos entre ellas y los compromisos a los que llegan incluyendo las exigencias y defensas del yo. Las fuerzas opuestas al unirse para la defensa, no solo rechazan la ansiedad interna, sino que permiten también la adaptación al mundo exterior. Cualquier elementeo de la personalidad puede convertirse en un mecanismo de defensa que nos mantiene ignorantes de nuestras reales motivaciones y sentimientos: la represión, la identificación, la proyección, mecanismos de reacción-formación, desplazamiento, aislamiento, la sublimación, son solo algunos de estos. Mientras “subconsciente” es un término descriptivo, estático; “represión” es dinámico en tanto considera la interrelación de las fuerzas mentales.
De entre las defensas mencionadas, la identificación es importante en la teoría político social, como veremos más adelante, en relación con los líderes políticos, el pasado, la cohesión social y la continuidad cultural. Proyectarse significa considerar un estado interno como si estuviera en el mundo exterior. El pueblo suele proyectar sobre algunas minorías sus propios temores e impulsos ocultos. Los judíos durante el nazismo o los negros en América del Norte han desempeñado esta función psicológica, objetivando un conjunto de similares ansiedades en ambos casos. Hoy podríamos pensar que la inmigración cumple el mismo papel en Europa.
La sublimación, en tanto contribuye al crecimiento del yo y su adaptación a la realidad, libera energía en lugar de parasitarla. Toda nuestra cultura y la civilización en general, según Freud, surge en alguna medida a través de la sublimación, como veremos después. Otro mecanismo que tiene importancia para la política es nuestra capacidad de racionalización, “falsa explicación” con un tono plausible de racionalidad cuando un impulso resulta inaceptable inconscientemente para la imagen de nosotros mismos. No podemos dejar de hacer notar la similitud de este concepto de “autoengaño” en el plano de la individualidad, con el concepto de “ideología” en Marx, en el nivel del sistema político social.
El punto de vista económico refiere al aspecto cuantitativo de la psicología, las energías de la vida psíquica. Estrechamente relacionado con el problema de la normalidad, según este criterio, no habría ninguna diferencia cualitativa entre lo normal y lo anormal, solo se trata de intensidad, del peso que los diferentes mecanismos tienen en la vida diaria. También se relaciona con el principio del placer, según el cual, el displacer corresponde a un aumento en la cantidad de excitación mental y el placer a una disminución de la misma, siendo la finalidad general del aparato, mantener en un nivel bajo la cantidad total de excitación. Dos de los conceptos freudianos más conocidos son económicos: “catexia” -descarga de enería libidinosa en un objeto determinado- y “trauma” -una sobreestimulación por exceso de satisfacción o frustración que puede producir una experiencia-.
Y finalmente, el punto de vista estructural, el último formulado por Freud -hacia 1920-, representación visual de la estructura psíquica, que determina los conceptos de “ello, yo y superyó”.
El ello es la inistancia más antigua, todo aquello constitutivamente determinado, es decir, las pulsiones (Triebe) emanadas de la organización somática, fuerzas conservadoras sin objeto fijo que se transfieren la energía de una a otra. Freud describe dos: el Eros, cuyo propósito es establecer grandes unidades y conservarlas, comprendiendo la conservación propia del individuo y de la especie -opuestas entre sí-, al igual que el amor a sí mismo y el amor objetual -también opuestos-. Si tales oposiciones son posibles, es porque en el ello no hay conflictos, conviven contradicciones y antítesis sin relacionarse o adaptándose mediante “compromisos”. La energía del eros en un yo-ello todavía indiferenciado, la libido, se opone a la segunda pulsión neutralizándola, Tanathos o pulsión de muerte, la tendencia destructiva del sujeto que cuando es ineficaz, se vuelve al mundo exterior como agresividad. En la época en que se instaura el superyó, como veremos después, gran parte de esa agresividad se encuentra fijada en el interior del yo actuando como autoagresividad. La libido -de la cual la excitación sexual no es más que un elemento- preside al narcisismo y las relaciones exteriores de objeto.
Como podemos apreciar, en el ello domina la “cualidad” de la inconsciencia. Durante su desarrollo, algunos de los contenidos pasan al estado preconsciente y se integran en el yo, a la vez que otros, que ya antes habían sido integrados, son rechazados y devueltos al inconsciente. Estos serán los contenidos reprimidos o adquiridos del ello que se agregarán a los innatos. Aislado del mundo exterior y con su propio universo de percepción, esclavo del principio del placer, el ello experimenta las variaciones de tensión de las emociones pulsivas que se vuelven conscientes como placer o displacer. Pero más allá de todas estas hipótesis, su naturaleza nos es desconocida, dice Freud, y aunque suponemos que la energía psíquica existe bajo dos formas, una facilmente móvil y la otra ligada, no se puede decir que ésto caracterice lo inconsciente respecto de lo consciente; en todo caso, los procesos primarios -inconscientes- obedecen a leyes distintas de los procesos secundarios -conscientes- del yo.
El ello sufre una evolución influido por la realidad del mundo exterior en una de sus partes. En la capa cortical original, constituida por órganos aptos para recibir las excitaciones y protegerse, aparece la segunda instancia que servirá de intermediario entre el ello y el mundo exterior: el yo (Ich).
El yo es una estructura definida por sus funciones sintética, de unificación, control, organización y adaptación a la realidad, su energía deriva de la energía psíquica sublimada y dispone el control de los movimientos voluntarios. Asegura la autoconservación y aprende a conocer las excitaciones del mundo exterior, cuya intensidad regula, evitando las demasiado fuertes; acumula las experiencias en la memoria y acciona sobre el mundo para su provecho. En el interior, lleva a cabo una acción contra las exigencias pulsionales del ello, decidiendo si debe satisfacerlas y hasta qué punto. El acrecentamiento de tensión provoca generalmente el desagrado, en tanto que su disminución el placer, dependiendo éstos más del ritmo de las variaciones de las tensiones que de su grado absoluto; en general, el yo tiende hacia el placer y evita el displacer. El sueño, al interrumpir los lazos con el mundo exterior, produce cierta calma repartiendo la energía psíquica.
La libido se acumula en el yo en la medida que está disponible, a este estado llama Freud “narcisimo primario” o absoluto, que persiste hasta que el yo comienza a invertir libidinalmente en los objetos de amor -ya hemos mencionado el concepto de “catexia”-, convirtiéndose en energía objetual. Durante la vida del individuo, las inversiones de este género se dirigen a los objetos o son devueltas al yo, solo en los estados de enamoramiento la mayor parte de la energía libidinal es transferida al objeto que toma el lugar del yo.
Al contrario del ello, la “cualidad” del yo es la de preconsciencia, caracterizada por su accesibilidad a la consciencia y por su unión con las huellas verbales. El lenguaje es el que permite establecer un contacto íntimo entre los contenidos del yo y el resto de las percepciones. Asi, los procesos inconscientes en el yo pueden también volverse conscientes.
Por otro lado, el yo tiene un papel constructivo en tanto le incumbe el experimento de la realidad. Freud volvió muchas veces sobre el problema de la autonomía del yo, piedra de toque del tratamiento psicoanalítico para sus discípulos Jung y Adler -trataremos sobre la psicología del yo en otro apartado-. Tal autonomía solo podría ser relativa ya que es interna respecto de las otras instancias y externa en relacion con la realidad. El yo acciona los procesos de defensa y de represión, mecanismos inconscientes y automáticos -al menos en su origen-, que están “aparte del yo”, pero suficientemente próximos como para explicar el poder que el yo tiene sobre ellos y que tiende a aumentar la eficacia del tratamiento analítico en su intento de desactivarlos mediante la asociación libre.
La dependencia del niño respecto de sus padres forma poco a poco en el yo, a través de la identificación y la introyección, la tercer instancia, que mantiene y prolonga en él este influjo, el superyó (Überich). En la fase oral primitiva, apenas se diferencia de la simple concentración del joven yo sobre un objeto, pero cuando el niño se ve obligado a renunciar a un objeto sexual, el yo se transforma encontrando en sí el objeto perdido, lo que ocasiona su renuncia e introyección, especie de regresión oral y primera forma de la identificación. Estas primeras identificaciones conservan su carácter general y durable en el individuo. La más importante es la de sus padres, antes de distinguirlos y posteriormente el padre, marcando el principo de la situación edípica. Pero el superyó no es simplemente residuo de las primeras elecciones de objeto sino que está destinado a reaccionar enérgicamente contra la elección del ello. El superyó incita a ser como el padre y a la vez, por la represión del complejo de Edipo, prohibe hacer muchas cosas que este padre hace; mientras más refuercen su acción las autoridades, más reinará con rigor sobre el yo mediante el escrúpulo y el sentimiento de culpabilidad. Además, no solo actua sobre el niño la personalidad del padre que representa la ley sino la tradición familiar, racial, nacional, así como las exigencias del medio social. De esta manera, al igual que el ello, el superyó representa el influjo del pasado, con la diferencia de que el ello es el sustrato -hipotético- de la herencia, mientras que el superyó está formado principalmente por lo que él mismo ha vivido, sometido a las contingencias de lo accidental durante el tiempo de su formación, ante todo, la condición de dependencia que mencionábamos antes. Volveremos sobre estos temas al hablar de la influencia del psicoanálisis sobre lo social-político.
En cierto momento, Freud distingue entre yo ideal e ideal del yo. El primero permanece en gran parte inconsciente, inaccesible al yo, presenta las relaciones más íntimas con la herencia arcaica del individuo. Lo que forma parte de las capas profundas de la vida psíquica, individual y colectiva, se convierte gracias a la formación del yo ideal, en lo que hay de más elevado en el alma humana en la escala de nuestros valores.
El segundo, el ideal del yo, es considerado como la función superior del superyó, heredero por tanto del complejo de Edipo, expresión de los impulsos más poderosos del ello y de los más importantes destinos de su libido. El superyó, abogado del mundo interior -el ello-, se opone al yo, verdadero representante del mundo exterior o “realidad”. En particular, la asunción del sexo es ante todo presentada como competencia de la instancia ideal, dominio de la norma, resultando entonces que el problema ético número uno, la posición sexual, se plantea en el nivel inconsciente del ideal del yo.
El superyó es por otro lado, el lugar privilegiado de manifestación de la pulsión de muerte. Su nacimiento a través de los procesos de identificación, desexualización y sublimacón trae consigo una disociación de las pulsiones, quedando liberada la fuerza destructiva en calidad de agresión potencial contra el propio yo. De esta disociacón extrae el ideal el deber imperativo. En la tensión entre el yo y el ideal del yo reposa el sentimiento de culpabilidad que viene a ser la expresión de una condena del yo por una instancia crítica. Aquí se muestra entonces, la génesis de la conciencia moral ligada al complejo de Edipo, integrado en lo inconsciente. Estos motivos ayudan a explicar el fenómeno curioso que se produce cuando un superyó demasiado fuerte, habiendo surgido del yo, acaba destruyéndolo. Nos extenderemos sobre la moral en el apartado correspondiente.
El superyó ha variado como concepto a lo largo de la teoría psicoanalítica, si al principio se lo restringía al sentido de culpa mientras se llamaba “ideal del yo” a la conciencia consciente, posteriormente se ha tomado al superyó como representante del aspecto restrictivo y el ideal del yo, como el de las aspiraciones de la conciencia. La rigidez del superyó es consecuencia de las relgas impuestas por los padres y también de la forma en que el niño proyecta sus propias agresiones. Su severidad original no representa tanto el rigor que este ha sufrido del objeto paterno como la propia agresividad frente a ello. Durante cierto período del tratamiento psicoanalítico, el objetivo era la destrucción del superyó, ya que su exigencia sobrepasa toda medida racional, haciéndose especialmente duro en su función del castigo de sí mismo.
Como podemos ver, la distinción entre consciente e inonsciente es fundamental en la teoría freudiana. Dentro de lo inconsciente -que involucra como ya hemos mencionado, contenidos innatos y adquiridos-, algunos contenidos pueden volverse preconscientes a partir de la asociación con representaciones verbales, especialmente percepciones acústicas -huellas mnésicas de la palabra escuchada-; de aquí la extrema importancia del lenguaje -que enfatizará sobre todo Jacques Lacan- y del significante en el tratamiento. Por medio de la libre asociación, lo que está reprimido y mantenido fuera del yo por los mecanismos de defensa, puede comunicarse con éste. El yo se esfuerza en extender sobre el ello el influjo del mundo exterior, substituyendo así el principio del placer por el prinicipio de realidad.
En su conjunto, los cuatro puntos de vista constituyen la “metapsicologia” psicoanalítica, una teoría que va más allá de la investigacion de los fenómenos conscientes pero que, Freud se esfuerza en enfatizar, no es la base sino la cumbre de toda la estructura del psicoanálisis, fundado en la sola observación empírica a partir de la clínica. Recogeremos el tema de la epistemología en el siguiente punto.
La realidad psíquica – fantasías, ilusiones o fantasmas- se organiza más allá del comportamiento y se opone a la material. Pero en el mundo de la neurosis, es la primera la que tiene el papel dominante. Desde el punto de vista económico del proceso, podemos decir que todo depende de la cantidad de libido no empleada que una persona es capaz de mantener en suspensión y de la que es capaz de ser orientada hacia la sublimación. A Freud no le interesan las especulaciones estériles sobre la naturaleza del inconsciente sino el problema experimental de funcionamiento de estos procesos considerados como una clase de fenómenos psíquicos, insistiendo en que ambos procesos -conscientes e inconscientes- tienen mucho en común, siendo antitéticos solo como principios.
A partir de lo explicitado hasta aquí, se evidencia la rotunda oposición de Freud a asimilar “lo psíquico” con “lo consciente” -como hacía la filosofía de la época-, siendo esto último, en definitiva, no más que una “cualidad” inconstante y más bien ausente que presente del psiquismo. La mayor parte de los “hechos” psicoanalíticos, de los mecanismos que terminan en la neurosis, en la perversión o en la psicosis, no ocurren en el mundo objetivo, ni en la biografía del sujeto, tal como lo revelaría una reconstitución histórica de los acontecimientos objetivos de su vida. Ocurren en su interioridad, en su “intrasubjetividad”, en ese mundo de lo imaginario, del fantasma, del símbolo, mundo desconcertante para el hombre de ciencia por irracional, custodio de nuestro pasado infantil, en el cual el individuo enfermo vive mucho más intensamente que en el mundo social. El psicoanalisis tiene la misión de dar a estos procesos “su expresión adecuada y bien justificada de hechos bien establecidos” intentando sacar a la luz lo que está oculto para obtener cambios estructurales en los pacientes, no de mera adaptación a la realidad.
Así, podemos adelantarnos a concluir que la nueva estructura del yo propuesta por el psicoanálisis, quiebra radicalmente la idea racionalista de sujeto como sustancia única indivisible, plenamente consciente de sí y del mundo externo, capaz de controlar la totalidad de sus procesos internos. Y permítasenos en este punto volver a mencionar a Marx: si en Freud la razón aparece contaminada por procesos inconscientes, en Marx, la sospecha sobre la razón moderna -hegeliana- se fundará en las condiciones materiales de la vida, es decir, las estructuras socioeconómicas que contaminan su pureza y autonomía. Nietzsche -el otro pensador “de la sospecha”-, por su parte, sostiene en la misma época de Freud que el sujeto no puede ser pensado como autor del pensamiento sino como el lugar donde la totalidad se expresa, “abierto” al mundo – concepto que retomará Heidegger-, es la manifestacion de un proceso natural más complejo que se expresa a través de él. Lo mismo sucede con el inconsciente freudiano en tanto estructura universal que subyace, atravieza y se manifiesta en el sujeto. En definitiva, lo irreductiblemente irracional del inconsciente será lo más propio del ser humano quedando “la razón” en el lugar de su mera superficie.
Epistemología del psicoanálisis
Los conceptos fundamentales del psicoanálisis son construcciones intelectuales de apoyo, dotadas de un valor de aproximación y por tanto susceptibles de una determinación maś precisa por la acumulación y selección de experiencias. Pareciera que Freud quiere mantener el equilibrio entre dos posiciones: la que rebajaría el psicoanalisis a su base empírica y la que implicaría una discontinuidad entre el psicoanalisis y las demás ciencias de la naturaleza. Desde el primer punto de vista, afirma la necesidad de un aparato conceptual fundamental; desde el segundo, limita la función de éste a una exigencia general de las ciencias de la naturaleza.
En ciertos momentos, Freud hace una analogía entre el psicoanálisis y la física, mostrando que lo situaba en el paradigma epistemológico que se estaba estructurando a comienzos del s. XX, según el modelo de la física relativista. La indeterminación relativa y el carácter revisable de los conceptos fundamentales, lejos de ser incompatibles con el rigor científico, lo condicionaban necesariametne, y esto confirma que Freud consideraba que el psicoanálisis, al recurrir a la superestructura conceptual no hacia sino cumplir un requisito genérico de las ciencias naturales. La Metapsicologia es el resultado de la investigacion clínica y no a la inversa, como ya hemos dicho.
Pero por otro lado, el psicoanálisis logra sus datos de la instrospección y la participación vital, cosa que lo hace parecer en cierta medida subjetivo. Esto no significa carencia de rigor, es un camino intermedio entre la estadística y las simples impresiones. Aunque Freud de alguna manera es heredero del romanticismo que exaltaba la idea de que un hombre puede experimentar dentro de sí mismo, mediante la intuición, todo el espectro de las emociones humanas, la confianza manifiesta en un solo caso era la afirmación racional de la relación existente en la ciencia entre la teoría y la práctica. Así, su voluntad de conceptualizar, su anhelo por construir sistema, lo apartan de la tradición romántica anti-Ilustración.
La metapsicologia puede pensarse como la psicología que deja lo consciente en un segundo plano, proporcionando su lenguaje a esa “transobjetividad” constituida por los procesos inconscientes. Queda establecido así, su objeto: lo metaconsciente o el inconsciente, que exigirá una realidad epistemológica y de indagación para constituirse, en otras palabras, una técnica heurística.
Apoyada en la experiencia que le sirve de constante punto de referencia, la abstracción psicoanalítica constituye la “buena abstracción”, puesto que adquiere validez de su función heurística y como estamos condenados a conocer el inconsciente unicamente por sus efectos psíquicos, el inconsciente es un postulado heurísticamente indispensable.
Psicoanálisis y Filosofía, la crítica del Conciencialismo
La crítica a la razón moderna, es también por supuesto, un golpe a la filosofia del momento conocida como el “Conciencialismo”, que identificia lo psíquico en su totalidad con la conciencia. A pesar de haberse iniciado en la filosofia antes que en la medicina, y de su necesidad de volver a ella con recurrencia, Freud reniega de la filosofía permanentemente, enfatizando el carácter de ciencia natural del psicoanálisis, basado en datos empíricos y no en especulaciones teóricas, como ya hemos visto.
El conciencialismo es un obstáculo epistemológico porque “impide al inconsciente pensar”, dirá Freud. Así, el descubrimiento que se erige en objeto de estudio del psicoanálisis será la piedra de toque en el divorcio epistémico entre ambos. El analista es el aliado del médico frente a la alianza entre psicólogo y filósofo que se apoyan en el fundamento consciencialista.
El inconsciente de los filósofos -que según Freud, había sido definido antes por Theodor Lipps- no es más que lo opuesto a lo consciente, y esta concepción negativa obliga a la filosofía a una dialéctica en favor o en contra del mismo, es decir que condena el inconsciente a la pugna de sistemas filosóficos. Mientras los conciencialistas no saben que hacer con él, los filósofos del inconsciente reducen la conciencia a mera apariencia. El análisis positivo en cambio, da cuenta de ambos procesos y la esta última no queda suprimida sino que funciona como órgano de percepción psíquica que orienta las operaciones en función de las finalidades inconscientes. En este sentido, el psicoanalisis recusa las dos tesis filosóficas opuestas: el conciencialismo que excluye el inconsciente de la vida psíquica y el trascendentalismo del inconsciente que lo convierte en entidad metafísica.
Por otro lado, y a pesar de todo, Freud mismo sostiene en algunos momentos que su deseo “se juega” en la especulación filosóficia. Hay referencias a la filosofía en toda su obra, desde Platón, de quien coge el mito del andrógino para explicar el conatus que mueve al ser humano a amar a los demás o el concepto de eros platónico para concebir la libido, hasta Kant o Schopenhauer. De alguna manera, pareciera que la verdad psicoanalítica, conquistada por la observación positiva, encuentra la verdad filosófica como anticipación intuitiva. Además, ésta tiene la función de elevar la dignidad teórica del psicoanálisis y de conferirle su “título de nobleza” al sugerir en él el reflejo metafísico.
Freud reduce la conciencia a una función particular de los procesos psíquicos, pasando de principio soberano a simple connotación de un sistema. Este es el primer “ataque mortal”; el segundo será definirla por su funcionalidad orgánica. En este ámbito, el sistema percepción-conciencia representa la parte del organismo que está en relación con el mundo exterior, en su límite con lo interior, creada como el medio de protección contra las excitaciones externas. Habría entonces una cristalización genética del sistema de la conciencia en la receptividad sensitiva. Es en este punto donde Freud habla de Kant siguiendo a Schopenhauer en su concepción “organológica” de la subjetividad. Identificando intelecto con cerebro -el primero sería una mera función del segundo-, piensa las categorías kantianas de tiempo-espacio como órganos por medio de los cuales se concibe el mundo.
Con esa concepción schopenhaueriana del espíritu como facultad sensitiva, receptividad sensible encarnada en el sustrato cerebral, prima en Freud el fundamento psicoantropológico sobre el trascendental, preparando el terreno para una concepción orgánica de la actividad inconsciente en La interpretación de los sueños. Así, podría pensarse que la teoría del sueño se deduce de la concepción de la subjetividad kantiana. Los amigos filósofos de Freud atestiguan que solía decir que, así como Kant postulaba la “cosa en sí” detrás del fenómeno, de la misma manera el inconsciente, al cual no se puede acceder por la experiencia directa, es el fundamento de lo consciente y su naturaleza íntima nos es tan desconocida como la realidad del mundo exterior. La conciencia nos da cuenta de ese mundo tan incompletamente como los órganos de los sentidos dan cuenta del mundo exterior.
La influencia de Schopenhahuer es tal vez la más importante a nivel filosófico en Freud. El discípulo de Kant, elimina el sujeto trascendenal imposibilitando la accesibilidad al mundo en sí y el sujeto empírico ya no es referente de ninguna verdad, solo de representaciones particulares, finitas. La via de acceso del sujeto a la realidad es el propio cuerpo, que a la vez es el mundo y se nos revela como representación subjetiva y como “voluntad” -fuerza, necesidad, deseo, poder, pasión, en otras palabras, las pulsiones eróticas freudianas- voluntad de vivir con infinitas manifestaciones, sin forma determinada, irracional, sin destino, indefinida, imprevisible, voluntad de voluntad. De tal manera quita universalidad a la representación kantiana y dota de voluntad a la cosa en sí, haciéndola accesible no por el conocimiento pero sí por otra via -negativa, como accedemos a lo inconsciente cuando ya no está allí, por los actos fallidos y lapsus del lenguaje-. Buscarle detino es cargarla de moralidad y entrar en el campo de las representaciones. El mundo es un conflico permanente porque toda voluntad de vivir es innecesaria, arbitraria, desea la muerte de los otros -la pulsión de muerte del psicoanálisis- y por lo tanto está condenada a la nada, la extinción, un mundo sin sentido. Schopenhahuer llama a aceptar ese caracter ciego inconsciente de la vida de la misma manera que Freud llama a aceptar los procesos inconscientes como aquello que más nos constituye.
Sin embargo, lo que no parece haber en Freud es una sospecha contra la razón como cómpice de ese caos, como hay en Schopenhahuer: la razón y el amor son armas de la voluntad de vivir , sus manifestaciones, sus mecanismos para reproducirse. La escuela de Frankfurt en general, pone a la razon misma como esencia del mal, pero Freud conserva su racionalismo, aunque en el Malestar de la cultura hay una clara crítica contra el humanismo y una casi total desesperanza frente a la posibilidad de construir una sociedad más racional, como veremos en seguida. En coherencia con su discurso, Schopenhahuer elige la renuncia de la voluntad de vivir como única salida de la farsa. Freud al contrario, reivindicará siempre la necesidad y obligación moral de llevar adelantes las pulsiones de vida hasta el final.
Si tenemos en cuenta estas consideraciones, la metapsicologia se nos ofrece como una construcción epistémica, lógica y genéticamente injertada en un proyecto filosófico, pero tal construcción se constituye apartándose del origen filosófico y por último presentando una discontinuidad radical con y motivada por ese origen. El primer efecto del psicoanalisis en la filosofía es romper el conciencialismo que constituye su fundamento psicológico. El filósofo no puede ya concebir la antropología de la misma manera, a partir del inconsciente, está obligado a modificar la representación de la relación en que está el hombre con el mundo y con su propio cuerpo.
Hemos planteado hasta aquí la crítica psicoanalítica a la filosofía de la conciencia. Hay otro
aspecto interesante de la relación psicoanálisis-filosofía que pasa por la consideración de esta como una determinada forma de actividad, la de pensar, de la cual un individuo es el sujeto. Desde este punto de vista, el discurso del filósofo queda sometido a las leyes pulsionales de la individualidad, por lo cual, el psicoanálisis podría tener el papel de esclarecer la obra filosófica objetiva sacando a la luz su plano subjetivo y en el seno mismo de las enunciaciones, recusar las que exhiben motivos subjetivos que invalidan su pretensión de objetividad. De esta manera, el análisis pulsional descubriría las “fallas de la racionalidad”. Aquí se pone en juego la validez de la filosofía como lenguaje autónomo, ya que siendo la pretención de objetividad lógica lo que la constituye, el psicoanalisis la llama a tomar conciencia del origen subjetivo (pulsional) de la discrusividad. Todo el problema está en concebir como se articulan la función simbólica y la lógica normativa. Habría dos soluciones extremas: la función simbolizante absorve a la lógica y el concepto aparece como máscara de la pulsión -en este punto ya ni se plantea la posibilidad de objetividad lógica y la racionalidad filosófica es puramente ilusoria -; o la función simbolizante esclarece globalmente el proyecto filosófico pero deja a salvo su racionalidad. En este sentido el concepto conserva su objetividad inmanente y se respeta la racionalidad filosófica. Freud estará de acuerdo con esta segunda posición, ya que no toda discursividad es racionalización -recordemos que la hemos definido como el mecanismo de defensa que mediante una falsa explicación hace plausible aquello que sería inaceptable en su verdad pulsional-. Habría por tanto dos tipos de enunciaciones filosóficas: las verdaderas, consagradas en su objetividad y las falsas, cargadas de subjetividad. Sin embargo -y lamentablemente-, Freud no desarrolla estas ideas hasta sus últimas concecuencias.
Es importante entender que la teoría analítica de la filosofía recusa tanto el logicismo -objetividad descarnada- como el psicologismo -que hace a un lado la pretención de objetividad-. El psicoanálisis aborda la filosofía en su pretensión a la objetividad, pero hace que eche raices en la subjetividad fantasmal en la que se desarrolla sin saberlo.
De alguna manera, el psicoanalisis queda en medio entre la radicalidad de un origen pulsional determinante y un simbolismo conceptual con finalidad lógica. Si, como Freud declara, el análisis puede proyectar una luz sobre los orígenes de las instituciones culturales -la religión, la moral, el derecho, la filosofía-, esto es en virtud del isomorfismo de la subjetividad individual y la genérica, que nos llevará a la fuente pulsional. Abordando la filosofía como intitución cultural particular y expersión de la civilizacion, la teoría psicoanalítica de la filosofía se presenta como una contribución a una arqueología pulsional de la civilización, uno de cuyos órganos es la discursividad filosófica. La etiología narcisista une así la doble figura de la filosofía como operación individual y forma de cultura.
Adentrándonos entonces en el análisis pulsional de la filosofía, hemos de recordar primeramente que Freud parte del estado de necesidad del hombre como su fundamento antropológico. Este estado primero se concibe como generador de tensiones, manifestaciones del estado de carencia que tiende a satisfacerse dominando el mundo exterior o mediante las tendencias afectivas que exigen un modo específico de alivio, cuyo instumento son las formaciones culturales superiores. La función de la filosofía desde aquí es apartar la influencia de la realidad en la vida emocional, uno de los modos culturales de satisfacción derivados de la modalidad del principio del no displacer que no apunta a la adaptación al mundo exterior.
Las formaciones psíquicas de que forma parte la filosofía serían intentos intermedios de crear compensaciones de la satisfacción insuficiente de las necesidades. Un modo de satisfacción sustitutivo intermedio entre el modo primitivo -animista- del que ellas son la prolongación, y la ciencia, que ellas preparan y por la que son superadas, ya que el principio de evitar el displacer es reemplazado por el principio de realidad, de adaptación al mundo exterior del cual es encarnación la ciencia. Así, el modo de satisfacción de ésta última parece ser más adecuado que el de la filosofía, -porque la filosofía, ya lo dijimos, responde a la instancia interna del deseo, racionalizándolo, “autoengañándose”-. Al excluir la respuesta de la adaptación, la filosofía se expresa directamente en el lenguaje de la pulsión.
Lo dicho se comprende mejor en el esquema freudiano de los “tres estadios”, según el cual la humanidad habría conocido sucesivamente tres sistemas intelectuales o grandes concepciones del mundo: la animista (mitológica), la religiosa y la científica. Cada uno de estos corresponde a un tipo de relación entre la realidad y el pensamiento. Este esquema permite asignar su lugar propio a cada una de las grandes actividades culturales que se caracterizan por cierto momento de la oposición entre el deseo y la realidad: arte, religión y ciencia. La filosofía se ubicaría entre el arte y la ciencia, y esa sería su manera de definirse en función de la dialéctica deseo/realidad. Aspira a la totalidad, confia en la omnipotencia de las ideas con la ambición de dominar globalmente el mundo -característica del deseo- pero transfiriéndolo a la inteligibilidad mediante el concepto. Y exige por otro lado, que se tenga en cuenta lo real que se propone explicar. He aquí su privilegio: estar en el doble movimiento de la inmediatez del deseo y de la mediación de lo real -es la unidad soñada de ambos-. Tal es la dualidad que materializa la filosofía y alrededor de la cual se define su identidad psicoanalítica.
Hacia el final de su vida, Freud consideraba patológica toda especulación filosófica. Según Ernest Jones -su biógrafo-, decía que “en el momento en que uno se pregunta acerca del sentido o del valor de la vida es claro que uno está enfermo, ya que ningna de las dos cosas existe objetivamente. Al hacer esto uno está unicamente admitiendo un exceso de líbido insatisfecha…” (1). Este disgusto por las abstracciones estaba basado en su escepticismo profundo acerca de la metafísica, de la que creía que era un sistema proyectivo con un contacto con la realidad meramente casual, y en un concepto de la moralidad como dirección de sí mismo que no daba lugar a preocupaciones morales de tipo constructivo.
En este sentido, la filosofía expresa el narcisismo secundario, una supercatexia de la libido en el yo, lo cual se traduce en un desequilibrio de la energía libidinal. El primado de la conciencia -en el conciencialismo- expresa el dogma narcisista de la filosofía. Este narcisimo de la humanidad es lo que crea las resistencias a los tres grandes descubrimientos de la historia: el de Copérnico, el de Darwin y el incosciente freudiano. De estas tres heridas, la última es la más cruel puesto que obliga al yo humano a renunciar incluso al dominio de sí -después de haber acepado no ser el centro del universo ni de las especies animales-. Ahora bien, al establecer una relación entre la crítica del conciencialismo filosófico y la crítica de la ilusión narcisista, se comprende que la filosoía toma su sentido de negar esta herida que el inconsciente infringe al hombre, negación dictada por su propio fundamento narcisista y elevada al estado de sistema. La argumentación tendiente a defender el primado de lo consciente sería pues la racionalizacion de la defensa narcisista frente al inconsciente.
En otras palabras, la fuerza y a la vez la ilusión de la filosofía radican en su apoyo racional a esta creencia narcisita del yo en su autohegemonia. La filosofía acredita la ilusión por la cual “el hombre se siente soberano en su propia alma”, gracias al “órgano de control” que vigila, reprime y manda: el yo; sosteniéndolo en su tenaz resistencia contra cualquier revelación del inconsciente y especialmente del psicoanálisis. Aliada del yo consciente, dirá Freud, la filosofía deriva asimismo de él, y a través de su causa defiende el principio propio en que se funda. Ahora, la fuente de información que confirma la ilusión de la “monarquía absoluta de lo consciente” no es otra que la introspección. Esta descansa en la ilusión de que la conciencia es transparente para sí misma, cosa que permite al mismo tiempo probar, mediante una seudoexperimentación, la omnisciencia de lo consciente.
Como podemos apreciar, Freud ha hecho visible el enraizamiento de la razón y de la conciencia en ese tejido de las vicisitudes del deseo permitiendo descubrir sus amgibüedades. Sin embargo, esta crítica a la conciencia no anula la problemática ética. Freud conserva el coeficiente de autonomía de la razón, ya que después de todo, es lo racional consciente lo que ha logrado descubrir los procesos inconscientes.
El malestar en la cultura y la crítica al Humanismo
Desde el estudio La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna de 1908, Freud ya piensa que cultura equivale a represión, que se impone tanto por la falta de amor al trabajo como por la necesidad de dominar las tendencias libidinales; y si bien éstas pueden unir a los individuos, también sirven para separarlos como fuerzas centrífugas. Todavía no habla de las tendencias agresivas; en aquel momento solo se trata de saber si es posible aminorar el grado de sacrificio que la cultura demanda al individuo.
Hagamos notar que en Freud no se puede oponer simplemente lo social como represor frente a un instinto idílico, puesto que el conflicto ya está presente en el nivel pulsional. El malestar irresoluble acaba remontándose después a la oposición entre las pulsiones eróticas y tanáticas, giro que produce tambien un cambio de acento respecto de las formulaciones de El porvenir de una ilusión. El proyecto que se expresa en aquella obra es sustituir la antigua legitimación religiosa de la moral, por otra basada en su necesidad social guiada por la luz de la ciencia. Es la misma línea de pensamieno de Totem y Tabú, que reconocía el progreso a condición de renunciar a la omnipotencia de la razón. Si los hombres retiran sus esperanzas del más allá y concentran sus energías en este mundo, se “conseguirá, probablemente, que la vida se haga más llevadera a todos y que la civilizacion no abrume ya a ninguno”, dice Freud en El porvenir de una Ilusión, manera de pensar que le viene de herencia del racionalismo ilustrado.
En El malestar en la Cultura, la dificultad de regular las relaciones sociales -ya se hace presente la gran carga de agresividad del ser humano-, quiebra la confianza en la razón científico-técnica. Freud se da cuenta de la decepción que el progreso científico comporta en sí mismo para la humanidad, por lo cual, sin recusar la racionalidad, señala sus límites y carencias. Deberíamos poder ver que el dominio de la Naturaleza no es el único requisito de la felicidad humana, sin que deje de ser útil en este sentido. Una civilizacion como la nuestra que “deja insatisfecho a un núcleo tan considerable de sus partícipes y los incita a la rebelión no puede durar mucho tiempo, ni tampoco lo merece”.
Este pesimismo freudiano se funda en parte en la cotrapartida de la sexualidad infantil, ya que es a través de ésta cómo el ser humano entra en la cultura de manera inevitablemente penosa. La historia de cada individuo está hecha de renuncias dolorosas, jalonada de objetos perdidos y conflictos necesarios que una buena pedagogía o una sociedad mejor no hubieran podido evitar por compelto, todo esto acompañará el desarrollo del yo.
Por otro lado, como ya adelantamos, está el dualismo pulsional y la renuncia a los componentes agresivos que el entramado de la civilizacion exige, a fin de que los lazos libidinosos en los que se asienta puedan fructiferar. Ese carácter inevitable del proceso y los desajustes entre las exigencias culturales y la perspecitva individual llevan a Freud a pensar la cultura como trágica, no podemos ni desembarazarnos de ella ni desenvolvernos en ella plenamente.
El texto aborda el tema de la desdicha humana con serenidad y fustiga implacablemente lo que viene a constituir las ilusiones de la cultura. Lacan sostiene que la reflexión de Freud no es humanista pero sí humanitaria. No es progresista, no tiene ninguna fe en un movimiento de libertad inmanente ni en la conciencia, ni en la masa -al estilo marxista-; su análisis sobrepasa el nivel burgués de la ética. Se trata de hacer un balance de las renuncias y compensaciones que la cultura ofrece. Si bien comienza planteándose como en otras tantas obras, el tema de la religión a través del “sentimiento oceánico”, prefiere encarar la pregunta por el sentido de la vida desde una via más modesta, las opciones que tiene el hombre para alcanzar su aspiración a la felicidad, cosa que hace que la obra parezca una especie de “tratado de la infelicidad”.
Las fuentes del sufrimiento humano, dice Freud, se pueden reducir a tres: la supremacía de la naturaleza, la caducidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de nuestros métodos para regular las relaciones humanas. Respecto de las dos primeras, nos inclinamos ante lo invevitable, pero no estamos dispuestos a aceptar facilmente la tercera porque no acabamos de entender por qué instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar protección y bienesar para todos. Frente a los obstáculos, solemos reemplazar la aspiración a la felicidad por una más modesta de esquivar el dolor. Freud resume las vías para conseguirlo: la intoxicación -la más tosca-, los desplazamientos de libido sobre todo a través de la sublimación -más eficaz que la anterior-, el aislamiento -condenado al fracaso-, o su contrario, aferrarse a los objetos del mundo y tratar de encontrar la felicidad en una vinculación con éstos. Este vínculo alcanza su cima en el amor, y especialmente, en el amor sexual, la experiencia placentera más poderosa y subyugante, pero que al mismo tiempo nos pone a merced del sufrimiento y desamparo frente a cualquier contingencia que nos separe del objeto amado.
En conclusión, ninguno de estos caminos que se le ofrecen al hombre para conseguir la felicidad son satisfactorios. Y como cada uno eligirá su recorrido según innumerables determinaciones, la única regla general que tal vez se puede extraer es que los riesgos de cualquier elección serán más intensos cuanto el individuo se limite a solo una via, de ahí, sostiene Freud, la necesidad de diversificar las inversiones de nuestros apegos, intereses, afectos y en el caso de que todas las vias fracasen, queda todavía el refugio de la enfermedad y la neurosis, o la última desesperada tentativa de rebelión que es la psicosis.
Frente a todas esas dificultades se alza la labor de la cultura -que Freud analiza en el cap 3-. Cultura como suma de producciones e instituciones que distancian nuesta vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre de la naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. La cultura es hija de la obligación del trabajo y de las necesidades amorosas, Ananké y Eros, pero la función erótica es la primordial por cuanto trara de “unir entre sí a un número creciente de seres con intensidad mayor que la lograda por el interés de la comunidad de trabajo”.
Freud asume que en las tensiones entre libido y civilización, entre amor en el sentido genérico y cultura, el lazo libidinal puede reforzar los vínculos entre los grupos humanos y así colaborar en la tarea cultural, pero por otra parte, la cultura se ve obligada a imponer restricciones a la satisfacción sexual de los individuos, impulsándoles a seguir otros caminos para satisfacerlas.
Todo lo expuesto hasta aquí, sin embargo, parece no explicar el malestar necesario que la cultura provoca, por lo cual, Freud pasa a analizar otras fuentes de conflictos. En el cap 5, su tono se torna más agrio y pierde la serenidad al examinar el precepto moral cristiano del amor al prójimo, sentimiento absurdo, extraño e injusto en tanto no todos los hombres son dignos de amor. Y en este punto, da una de las descripciones menos humanistas del hombre, tendientes a poner en evidencia su gran dosis de agresividad: “…La verdad oculta detrás de todo ésto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se le atacara, sino por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicametne un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo”.
A partir de estas consideraciones, Freud se plantea el marxismo, desde su hipótesis psicológica y sin entrar en la crítica económica, como una “gran ilusión”. La agresividad no es consecuencia de la propiedad privada como éste sostiene, porque ya regía en épocas primitivas. Por otro lado, hace referencia a los nacionalismos en el marco del “narcisimo de las pequeñas diferencias” mostrando que en la satisfacción de la agresividad permitida por la civilización contra el enemigo externo con el objetivo de cohesionar la sociedad, son las comunidades vecinas las que más se combaten y desdeñan. Este fenómeno, comenta Freud, explica en buena parte el anitsemitismo de la Europa cristiana de su época. Al final de cuentas, el único sentido que tendría tal precepto de amor al prójimo parece ser limitar las tendencias agresivas del ser humano.
Freud hecha mano en este punto de su segunda teoría de las pulsiones -cap 6-, bisagra para tratar en el resto de la obra, el sentimiento de culpabilidad. Según esta teoría, la pulsión de muerte actua silenciosamente en el seno del ser vivo y se manifiesta al exterior como impulso de agresión y destrucción. Es a nivel de la cultura y de la guerra -de la cual hablaremos luego- donde encontramos sus rasgos maś acusados. Si la cultura quiere mantenerse en pie no tiene más remedio que limitar esas disposiciones agresivas de los individuos a fin de que los lazos libidinales puedan establecerse. En función de ello, hace que esos impulsos destructivos se vuelvan contra el propio individuo, desarmándole y haciéndole vigilar por la interiorización de la ley – el superyó- y por las fuerzas policiales y jurídicas en la realidad externa. Pero el superyó implica un sentimiento de culpabilidad que tal vez resulte insoportable para el individuo. Porque esta tarea de limitar la agresividad es totalmente ineludible en la cultura, Freud habla del “carácter fatalmente inevitable del sentimiento de culpabilidad”, que a la postre sería el problema más importante de la evolución cultural.
Es esta tensión entre la necesidad de la tarea cultural y las dificultades insalvables que ella implica la que desemboca en lo “trágico” de la cultura, en el malestar que produce entre sus miembros, quienes sin embargo requieren de ella para su propio desarrollo vital. Y es que después de todo, comenta Freud casi irónicamente, tal vez “…el plan de la ‘Creación’ no incluye el propósito de que el hombre sea ‘feliz’…”
Al final de la obra, encontramos todo un alegato frente a la Ilustración ingenua: “He procurado eludir el prejuicio entusiasta según el cual nuestra cultura sería lo más precioso que podríamos poseer o adquirir y su camino habría de conducirnos indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección”. Así, el hijo positivista de la Ilustración del Porvenir de una Ilsuión, se convierte en su crítico, haciéndonos ver las sombras que arroja el progreso. Significativamente, la apelación final de la obra invoca no al Logos sino a Eros. La lucha entre estos dos titanes Eros y Tanatos, complementa y hasta logra primacía sobre la razón científica de la que Freud, sin embargo, siempre ha sido un defensor.
“Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre”, de este modo, la sobria esperanza con que cerraba El porvenir de una ilusión, confiando en las expectativas que el desarrollo científico-técnico podía entrañar, cede el paso ahora a una incertidumbre radical, en la que las mejores posibilidades quieren venir de la mano de Eros, más “quien podría augurar el desenlace final?” se pregunta Freud cerrando el texto.
Psicología de las masas y el Análisis del yo es otra de las obras donde se plantea el tema de la sociedad como restrictiva en exceso, la vida civilizada puede ayudar al hombre a canalizar sus impulsos agresivos, pero se pregunta constantemente si el precio que el hombre paga por ello no es demasiado grande, si los impulsos eróticos constructivos no son en la práctica, excesivamente restringidos. Freud pertenece a una generación que ha criticado el Humanismo sobre la base de la sospecha de una razón incapaz para organizar la vida, que no logra controlar las pulsiones agresivas inconscientes -que llevarían a dos guerras mundiales- y que por otro lado restinge demasiado las pulsiones eróticas racionalizando la sociedad hasta la “jaula de hierro” -Freud sigue el diagnóstico de Weber-. Si la razón moderna se había presentado como el camino hacia la emancipación, sus críticos surgen del desencanto, de la descofianza y la constatación de que tal promesa no puede cumplirse.
El psicoanalisis en las ciencias sociales
La crítica de la Religión
El pensamiento de Freud era dinámico y siempre en revision, la dualidad de su conservadurismo realista y su idealismo ilustrado se percibe en toda su obra. En El porvenir de una Ilusión, muestra una cierta superficialidad en el tratamiento de la religión como parte de las necesidades humanas sobre la base de las posibilidades ilimitadas de la sociedad -superficialidad propia del pensamiento utópico del siglo XVIII-. En Totem y Tabú, en cambio, encontramos una comprensión más profunda de los comienzos de la religión enfatizando el grado de culpabilidad de la sociedad y pensando su origen en el problema de la muerte.
En esta obra, Freud encara un sistema religioso para comprender la naturaleza misma de la civilización, sin embargo, ha tenido poca repercusión sobre la teoría política. El tótem, como antepasado, define las relaciones de sangre estableciendo las relgas de exogamia, por lo cual, el totemismo es una religión y a la vez, un sistema social. El tabú, institución social por sí msimo, dirige su intención contra la libertad del goce, de movimiento y de comunicación. A partir de la idea de que el castigo toma su fuerza de la tentación, se comprende que el peligro de una violación radica en al posibilidad de ser imitada por otros. La afirmación del psicoanálisis al respecto es que buscamos el sufrimiento porque nos libra del sentido de culpabilidad, cosa que pone en duda las justificaciones utilitaristas del castigo como amenaza -ya que puede atraer lo mismo que amedrentar-. Sin embargo, ningún argumento psicológico hará que se deje de lado la pena como instrumento racional de política social, en todo caso habría que pensar nuevamente las justificaciones para el castigo, cosiderando la comprensión psicológica de las motivaciones. Si bien Freud no trató directamente la teoría del castigo, la forma en que su sistema altera nuestras ideas previas sobre el crimen es un buen ejemplo de como el psicoanálisis revela nuevas posibilidades para el pensamiento político.
En El porvenir de una ilusión, se refiere a las posibles funciones constructivas de la religión como “sublimación en su forma maś confortable”, aceptando que la disminución de las creencias religiosas había aumentado las neurosis, siendo éstas una reconciliación poco apropiada de las fuerzas interiores que intenta sanar la alteración que subyace, estabilizándose a expensas del yo con la consiguiente aparición de síntomas. Si bien en este sentido la neurosis puede limitar al individuo, se trata de una solución estructurada de compromiso y se la puede comparar en su organización con cualquier organización social, por muy grande y compleja que ésta sea. Las neurosis pretenden lograr con medios individuales, lo que se consigue en la sociedad mediante esfuerzos colectivos, dice Freud; un caso de histeria es la caricatura de una obra de arte, una neurosis obsesiva lo es de la religión, un delirio paranoico es la caricatura de un sistema filosófico -y aquí posiblemente piensa en Hegel-. Si la neurosis obsesiva es la religiosidad individual, la religión es una neurosis obsesiva universal y el sentido de la comparación está en la similitud entre las necesidades humanas que ambas ayudan a satisfacer. Asi, la religión es considerada un producto de las necesidades humanas y queda trazado el paralelo entre los individuos y la sociedad, cosa que hacían los fiĺosofos desde siempre, pero con la originalidad de fijarse en los componentes emocionales de la psique y especialmente en sus alteraciones patológicas.
En psicoanalisis, el resultado de una acción siempre arroja luz sobre la intención que la mueve. El principio que está en la base del tratamiento de la religión por parte de Freud parece ser el mismo fundamento del desarrollo de la civilización humana, ésto es la progresiva renuncia de los institntos –siempre en el sentido de pulsiones-. Ya hemos visto que la explosividad de las pulsiones sexuales solo puede ser atenuada mediante restricciones culturales, de la misma manera la religión se basa en la renuncia a las fuerzas de agresividad, pulsión que se proyecta en una deidad externa al individuo ayudando a atenuar la sensación de culpabilidad producida por los deseos agresivos. El psicoanálisis está de acuerdo con el principio básico del cristianismo que ubica la culpa no solo en los actos agresivos sino en la intención de los mismos.
El doble aspecto en que Freud considera las tendencias humanas, es decir, la existencia de ambos tipos de impulsos, los eróticos y los agresivos, se complementa con su compleja actitud frente a la autoridad. Si por una parte la cultura puede ser muy exigente respecto de las necesidades, por otra, la autoridad es útil para preparar al individuo en el manejo de sus pasiones. La religión lo salva de la neurosis porque toma el complejo paterno -autoridad-dios-padre-, del cual depende el sentido de culpabilidad y se hace cargo de él.
El psicoanalisis no pregunta por el problema del fundamento sino por el origen, no por la legitimidad sino por la función. Trata con las pulsiones y sus destinos, busca sus distorciones, deslazamientos y origen. Como ha señalado Ricoeur en Freud, una interpretación de la cultura, la precedencia para el análisis no es la misma que para la reflexión; ser primero no es ser fundamento. Desde este punto de vista, las dos afirmaciones fundamentales sobre la religión serán que la idea de dios se origina en el complejo paterno-materno y que las creencias religiosas tratan de proporcionar consuelo ante la dureza de vivir, cosa que se logra por una regresión psicológica del individuo a estadios primitivos de su desarrollo.
La cuestión religiosa no es decidible por la pura razón teórica, pero por lo menos debería ser razonable. Si la Ilustración ha hecho una crítica sustantiva a la verdad o falsedad de las creencias religiosas, habría según Ricoeur, una Segnda Ilustración con los filósofos de la sospecha -Nietzsche, Freud, Marx-, que destaca la función social o psicológica de ésta, función más bien negativa tanto en Freud como en Marx: alienante, retardataria, paraliza los esfuerzos de transformación humana del mundo y ata a la infancia, impidiendo la emancipación social y la madurez del individiuo. Sin embargo, ambos reconocen por otra parte que la religión se basa sobre la crítica de la realidad y puede funcionar como un aguijón frente a un presente incumplido ya que “solo el que mantiene la esperanza es capaz de desesperación…” Historicamente, la religión ha sido no solo evasión frente a la realidad sino la percepción crítica de la misma.
El Freud terapeuta, cientificista, ve la raiz de la religión en el desamparo infantil, el hombre la necesita cuando ha fracasado en superar la dependencia típica de la niñez. Pero la religión es traicionera en tanto está basada en temores irracioinales y su falta de realidad puede socavar la civilización a la que parece apoyar. Las ilusiones son peligrosas, el único punto de referencia seguro es la verdad, “ a la larga, nada puede resistir a la razón y a la experiencia, y las contradicciones que la religión ofrece a ambas son demasiado evidentes”. En este punto Freud rechaza los ideales del cristianismo en favor de la razón de la filosofía. Los hombres pueden mejorar pensando en sus propios conflictos y encarándose con la realidad. Un mundo sin religión enriquece la civilización porque favorece la capacidad del individuo para ver la realidad sin necesidad de los mecanismos de defensa. La cantidad de inteligencia que pierde el mundo por las neurosis del adulto es igual a la que pierde a través de las “supersticiones religiosas”.
Antes que él, Feuerbach había considerado que “los dogmas fundamentales del crisitianismo son deseos del corazón hechos realidad”; en general, la tradición racionalista sostenía que cuando los hombres proyectan u objetivan ciertas características humanas en forma de un dios inexistente, se niegan a sí mismos satisfacciones reales contentándose con las imaginarias.
Como Nietzsche -de quien Freud no quería saber nada para no dejarse influir por su pensamiento-, Freud soñaba con recuperar la inocencia y la ingeniudad de la infancia, los impulsos creadores del niño que resurgirían al liberar el orden social de la religión, es decir, mediante el abandono de las defensas neuróticas contra la ansiedad. Era una llamada a la autenticidad del ser humano.
En conclusión, para estudiar la religón Freud exploró el desamparo humano, la necesidad de omnipotencia, los deseos agresivos y la sensación de culpabilidad. Esclareció los mecanismos inconscientes que intervienen en el castigo, en las relaciones de autoridad y en la cohesión social, extendió nuestros conocimientos acerca del proceso histórico, acerca del mecanismo por el que se transmite, psicológicamente, la cultura. Y en la insistencia en que la religión forma parte de un infantilismo psíquico que debe ser superado y que dios es un apoyo neurótico innecesario, podemos vislumbrar su ideal de autonomía.
La crítica de la moral
En Introducción al Narcisismo (1914) Freud se encamina hacia la segunda teoría de las pulsiones según la cual ya no se oponen las pulsiones del yo o de conservación a las pulsiones sexuales como en su primera teoría -por cuanto que el yo también está cargado de libido- sino que la nueva oposición será entre libido del yo y libido objetal diferenciando así el narcisismo primario del secundario, conceptos básicos para la ética como veremos a continuación.
El narcisismo se entiende como la gran reserva libidinal, que puede dirigirse hacia los objetos, pero que siempre puede retornar de nuevo a sí, es de este modo, el complemento libidinoso del egoísmo del instinto de conservación. Sobre esta base, Freud estudia los procesos de idealización y sublimación. Las representaciones culturales y éticas del individuo adulto, su propia autoestima, forjan un ideal que actúa como condición de la represión. “Aquello que proyecta ante sí mismo como su ideal es la sustitución del perdido narcisismo de su niñez, en la cual él mismo era su propio ideal.” La idealización es la via narcisista de formación del superyó -del cual ya hemos hablado extensamente- . Si la sublimación cambia el fin de la pulsión y apunta hacia objetos socialmente valorados como vimos en el primer apartado, la idealización por su parte, engrandece el objeto, tanto en el terreno de la libido del yo como del objeto mismo. La producción de un ideal eleva las exigencias del yo favoreciendo la represión. La sublimación al contrario, reperesenta un medio de cumplir tales exigencias sin recurrir a la represión.
En la medida en que la idealización puede afectar a objetos que no son el yo, pero con los que el yo se identifica, esto supone una tensión entre el yo actual y el ideal. La concienca moral es la instancia encargada de velar por el nunca cumplido ajustamiento entre uno y otro. De este modo pasamos de la idealización a la identificación. Freud distingue a partir de aquí entre yo ideal (Idealich) e ideal del yo (Ichideal), aunque no explota extensamente tal distinción. Será Lacan quien dirá después que el yo ideal está en la línea especular, en la dimensión de lo imaginario, por la que el yo cree ser dueño de sí, pero que oculta su determinación por lo inconsciente, que es a la vez, lo más íntimo y lo más extraño, ese “extranjero interior” solía decir Freud. El yo ideal es un yo idealizado, un yo llevado al máximo de su omnipotencia. Por el contrario, el ideal de yo, aparece como aquello que se ubica “frente” al yo como su ideal, más ligado a problemas de la ley y de la ética. Los sentimientos de inferioridad deberían ser situados del lado del yo ideal, en tanto que los sentimientos de culpabilidad o de insuficiencia moral, quedarían del lado del ideal del yo.
Vale la pena diferenciar entre los diferentes ideales del ideal del yo y el yo ideal porque pretender equipararlos todos acudiendo a su genética pulsional o a ciertas semejanzas estructurales es hacer de la ética “una noche en la que todos los gatos son pardos”. Importa también puntualizar que la ética no puede renunciar a los ideales mismos, por más ambivalencias que comporten, pues sólo tal pretensión es ya de por sí un ideal, cuando no simplemente una farsa. Si se niegan la libertad y la responsabilidad, se imposibilita la vida moral misma. La experiencia psicoanalítica apela a la percepción que el sujeto tiene de su complicidad con el síntoma, es decir, de ser en parte responsable de lo que le sucede.
Pero enfaticemos que, aunque ni la ética ni el psicoanalisis puedan existir sin autonomía y responsabilidad, esos conceptos no implican una noción de sujeto autotransparente -ya hemos comentado la crítica al sujeto cartesiano que contiene la teoría freudiana-. El problema es la ambigüedad de la noción del yo que ha dado lugar a diversas interpretaciones. Según Laplanche, Freud habla del yo tanto para referirse al individuo como totalidad, cuanto para referise a una parte de la totalidad, es decir, al yo en cuanto instancia, como uno de los protagonistas que escinde la inidividualidad. Como quiera que se entienda, la famosa sentencia freudiana “wo es war, soll ich werden” (donde era el “ello”, ha de ser el “yo”), abre la posibilidad a alguna forma de apropiación del “extranjero interior” en el sentido de la metáfora de “ganar tierra al mar”. Los esfuerzos del psicoanálisis se encaminan entonces a “robustecer el yo, hacerlo más independiente del superyó, ampliar su campo de percepción y desarrollar su organización, de manera que pueda apropiarse de nuevas partes del ello”. Y por supuesto, ese robustecimiento del yo solo podría advenir tras la disolución del yo fuerte e imaginario, máscara que niega las fisuras del individuo, esto es, que solo la asunción de la carencia y de la incompletitud frente a los espejismos de totalidad lograda, pueden hacerlo viable.
Frente al momento de fundamentación, el psicoanalisis ha insistido en el enraizamiento de la conciencia en la historia pulsional que, sin embargo, no anula la vida moral, sino que más bien la abre. Alertar sobre las ambigüedades de la conciencia y de los ideales no significa su eliminación ni la pretensión de renunciar a toda exigencia, más bien se basa en la renuncia a la omnipotencia y la totalidad, el paso por la ley del padre y la fidelidad a la carencia que otrorga su campo al deseo y posibilita la historia y la cultura, incluida su dimensión moral. De este modo, aunque Freud ha tendido a acentuar el aspecto de severidad del superyó, es preciso tener en cuenta que solo gracias a la distancia que impone respecto de la supuesta realización sin restricciones de los impulsos es como se puede alcanzar un orden en la cultura humana. Sobre esa ley inconsciente se levanta la conciencia moral, y por ello abierta a una multiplicidad de influencias y elaboraciones, sin que se pueda decir que toda justificación racional es racionalización, esas elaboraciones mentales son tarea del yo, precaria pero decisiva. El yo sabe que para el logro de la satisfacción existe otro camino además de la adaptación al mundo exterior, ésto es su modificación para producir satisfacción. En esta actividad está su función más elevada. La decisión de cuándo es más adecuado dominar las pasiones y doblegarse ante la realidad, constituye la clave de la sabiduría, driá Freud. Frente a la liberación sin trabas de intereses y deseos, siempre sostuvo que la educación requiere displacer.
La crítica psicoanalítica de la moral es una crítica genético-funcional y no sustantiva porque en Freud no hay una teoría del deber-ser sino una psicología de lo que puede llegar a ser el deber, es decir, una psicogenética de la moral. Una de las aportaciones fundamentales en este orden de cosas consiste, en resumen, en habernos ayudado a fraguar un nuevo concepto de razón y de conciencia moral que de ninguna forma pueden concebirse ya independientes del orden sociohistórico y biográfico en que se constituyen. La conciencia moral se encuentra atravesada desde su constitución y aún bajo la forma sublime de la renuncia, por los deseos libidinales más antiguos cuyos pliegues pueden rastrearse en las figuras del superyó.
La Autoridad
Las relaciones entre el mundo de la política y las necesidades psicológicas interiores pueden llegar a ser muy complejas. En Totem y Tabú Freud trata el liderazgo político, mostrando que hacia los gobernantes dirigimos una combinación de sobreestima y odio, rodeándolos de una serie de tabues para protegerlos y que puedan ejercer el poder en beneficio de la sociedad, pero a la vez con restricciones tan fuertes que hacemos sus vidas miserables. Esta ambivalencia en la actitud del súbdito para con su gobernante, se desarrolla sobre una profunda relación emocional, la que tiene con su padre. La contribución de Freud al respecto consiste en haber resaltado las constantes necesidades humanas involucradas en las relaciones de autoridad y en las emociones y fantasías infantiles que proyectamos sobre las personalidades políticas. Al idealizar la autoridad, el niño puede apaciguar el miedo y la ansiedad propios de su estado de dependencia. Estas tempranas relaciones con el poder político son importantes para su comportamiento posterior, contribuirán a explicar, por ejemplo, los fundamentos del sentido de comunidad que permancen en una nación a pesar de los desacuerdos temporales. La historia política ilustra el hecho de que la autoridad puede nacer de una necesidad inconsciente de seguridad.
En el caso de la presidencia, por ejemplo, la conciencia de peligro nacional, provoca una ansiosa dependencia hacia el presidente por parte de los ciudadanos, sentimiento que no sigue la lógica de los hechos y por lo tanto puede ser exacerbado por un fallo en el liderazgo presidencial. También los sistemas ideológicos pueden florecer en este tipo de situaciones de inseguridad, así como las fuertes distinciones entre los que están dentro y los que están fuera de algún sistema o la aparición proyectiva de víctimas propiciatorias.
En Totem y Tabú, como vimos en el apartado sobre religión, Freud relaciona el totemismo con las leyes exogámicas, considerándolo una fase regular en todas las culturas. La clave de pensar un animal como totem radicaba en el terror y aborrecimiento que sentía el niño por su padre y que exteriorizaba desplazándolos en un animal. Así, el animal totémico expresa los sentimientos edípicos del clan. Comérselo representaba lo negativo-el animal era destruido- y a la vez lo positivo -se incorporaba dentro de los individuos-. Posteriormente Freud afirma que el asesinato del padre no es ritual sino real y su relato se parece a las teorías racionalistas sobre el contrato social y el origen de la sociedad. Según su historia, los hermanos después de comerse al padre, se habrían percatado de que el orden social requería unas restricciones comunes y así se pondrían de acuerdo sobre un cuerpo común de reglas sociales que sustituyen al padre; expían su culpa y apaciguan al progenitor obedeciendo sus leyes.
Freud veía la sociedad en términos dinámicos, fuerzas en juego generalmente en contradicción. Se dio cuenta de lo útil que podía ser la criminalidad, de como la sociedad podía incluso alentar la desobediencia de las leyes, y del placer de la venganza escondida en la más rígida moralidad. Su conciencia de las pasiones humanas, de su potencia impulsora ilimitada, es lo que hace tan vívida la descripción freudiana de las relaciones de autoridad. Al considerar tales relaciones del niño con el padre, del súbdito con el gobernante, del hombre con la sociedad, enlaza con las preocupaciones fundamentales de la teoría política.
El hombre desea a la vez la libertad y la coerción, y esta tensión entre dos tendencias opuestas es su tragedia. La sociedad es coercitiva porque sus leyes están interiorizadas, forman parte de la intimidad del hombre; al mismo tiempo, la sociedad contribuye a mantener el equilibrio entre las distintas fuerzas. Las restricciones sociales ayudan al hombre a reprimir su agresividad al permitirle formas sublimadas de alivio y al reforzar sus controles internos de las tendencias que atentan contra su propia seguridad. De la misma manera el niño precisa de las restricciones paternas para sujetar su agresividad y ser detenido antes de que el horror real de sus tendencias homicidas aparezcan ante el.
El psicoanálisis aplicado a la historia
En Moisés y el monoteísmo, Freud aplica el psicoanálisis en el plano histórico. Se trataba de comprender la historia de una nación a través de su pasado, haciendo conciencia de las distintas fuerzas que se habían subestimado; de esa manera, la historia podia ser superada, el pasado dominado y evitadas las repeticiones. Su punto de partida es que el pensamiento político surge de la contradicción y que los hombres solo piensan en política cuando se sienten obligados a hacerlo.
Esta obra no es tan importante desde el punto de vista del estudio de la religión -Freud sigue manteniendo su crítica aunque asume la importancia de las religiones como resistencia contra el nazismo por ejemplo- sino en cuanto se trata de un estudio de la jefatura política. Así como en la terapia el analista se convierte en una figura autoritaria sobre la que el paciente proyecta su superyó, también los pueblos otorgan este papel a sus líderes, quienes tienen el deber de reforzar los controles del superyó aunque sea dando ejemplo de carácter. Roazen considera en este punto, que Freud muestra una cada vez más “impresionante” comprensión de las fuerzas sociales. Por ejemplo, al tratar del monoteísmo en Egipto, lo relaciona con las condiciones políticas de la época, pensándolo como un subproducto del imperialismo y a Dios como un reflejo del faraon. Al desarrollar su teoría de la aparición del monteísmo judaico, por otro lado, contribuye a valorar la tradición como factor de continuidad cultural. La religión judia habría formado el carácter de su pueblo, rechazando la magia y el misticismo, permitiendo el desarrollo de su inteligencia y alentando las sublimaciones. El orgullo y la confianza en sí mismos habrían contribuido a su civilizada tradición religiosa.
Los mecanismos psíquicos de la conciencia por los cuales se mantiene la tradición forman parte fundamental del pensamiento psicoanalítico. El superyó del individuo es resultado de la superación del complejo de Edipo -como ya hemos visto-, y se constituye fijándose en el superyó de sus padres, su contenido es el mismo y en este sentido será vehículo de la tradición y de todos los juicios de valor resistentes al paso del tiempo. La humanidad no vive por completo en el presente, sostiene Freud; el pasado, la tradición de la raza y del pueblo, viven en las ideologías del superyó. Algunas veces, de forma parecida a Jung, postuló un inconsciente colectivo que llamó “herencia colectiva”, recuerdos transmitidos “genéticamente”. La sociedad actua a través de la familia, así en cada individuo, los hábitos de su familia pasan a formar parte de su intimidad. Como hemos visto en varias ocasiones, el concepto de superyó es un puente entre la obra de Freud y las ciencias sociales. Moisés y el monoteísmo contiene el método para un psicoanálisis de la historia, la elaboracion de los mecanismos psíquicos para explicar los hábitos, patrones e ideales comunes.
El otro concepto básico en el tratamiento de la historia es el de regresión, que alude al restablecimiento de un estadio anterior en el que los conflictos eran menores, perpetuando la influencia del pasado y explicando la existencia siempre presente del peligro de la violencia. De esta manera, la violencia latente en la sociedad queda vinculada con una visión evolucionista del hombre -“todo estadio anterior del desarrollo persiste a lo largo del estadio posterior que ha nacido de él”-, cosa que permite a Freud pensar el odio existente bajo el orden social, como pasible de fundirse posteriormente con tendencias más sociables, a medida que el individuo madura – la madurez para el piscoanálisis es una cuestión de integración de las diversas necesidades humanas-.
Freud comprendía la histeria como un fracaso en el recuerdo del pasado, por lo cual, los nuevos conocimientos del paciente sobre éste podían mejorar los síntomas. Lo mismo respecto de los neuróticos, creía que se encontraban anclados en algún lugar del pasado; la tarea del terapeuta es en este caso, desatar tales lazos y liberar al individuo haciéndole revivir sus experiencas emocionales antiguas por medio de la neurosis de transferencia, siendo esta un fenómeno universal de la mente que domina todas las relaciones del hombre con su ambiente humano. Freud formula que en el inconsciente nada es pasado ni olvidado y en la medida que influye en la vida, el pasado siempre está presente. Los instintos –pulsiones- tienden a restaurar un estado anterior de cosas. La insistencia de Freud en la importancia de las experiencias primeras ha sido llamado “punto de vista genético”. En Moisés y el monoteísmo, se ve cómo el pasado de toda una cultura vive en el presente a través de la incorporación de las tradiciones culturales en el superyó de todos los miembros de la sociedad.
La política y los controles sociales
-guerra, agresión, muerte-
Freud escribió dos ensayos tratando específicamente el tema de la guerra, en 1915 y 1932, donde se exponen importantes consideraciones que muestran nuevamente las aplicaciones sociales y políticas del psicoanálisis: la hipocresía de la sociedad contemporánea, el empobrecimiento de la vida moderna -diagnóstico que comparte con Weber-, el empleo de la coerción social y la naturaleza primitiva de los impulsos agresivos.
Dice en Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, meses después de comenzada la Segunda Guerra Mundial: “La más profunda esencia de la naturaleza humana radica en impulsos instintivos que son de naturaleza elemental, son semejantes en todos los hombres y cuya finalidad es la satisfacción de ciertas necesidades primitivas… La mente primitiva es, en el más verdadero sentido de la palabra, imperecedera”.
La civilización se ha alcanzado gracias a la renuncia de la satisfacción de los instintos. Vimos en Totem y tabú que “aquello que nadie desea no necesita prohibición alguna; queda excluido automáticamente”, por eso las restriciones sociales presuponen nuestra tendencia a violarlas. Pero Freud también tiene claro que “el Estado ha prohibido al individuo la práctica de lo que no debe hacerse, no porque desee abolirlo, sino porque quiere monopolizarlo…” -volvemos a oir resonancias de Weber y su definición de Estado-. La guerra causa una regresión tanto en los paises como en los individuos porque anula las prohibiciones, hace obligatoria la agresividad, legitima el asesinato y los impulsos agresivos, hasta ese momento controlados, se reactivan. Freud pensaba que el hombre pagaba un precio muy elevado por la civilización y abogaba por una actitud más tolerante frente a la espontaneidad, pero la plenitud y la espontaneidad son ideales adecuados al tratar de necesidades eróticas, no así la agresividad.
Hemos visto también que el tema de la autoridad enlaza el psicoanálisis con la teoría política tradicional en tanto su dilema es la reconciliación de la libertad con la coerción. En este sentido, Freud hace su hipótesis acerca de un conflicto básico entre el individuo y la sociedad, entre las necesidades pulsionales y unas medidas externas de represión, estableciendo dos ángulos precisos: el peligro que representan para el desarrollo del individuo los aspectos restrictivos de la cultura y al contrario, el hecho de que la existencia de unas limitaciones pueda cumplir funciones constructivas. En los dos ensayos se muestra este aspecto positivo: “La privación es necesaria… para que se logre la distinción entre el yo y el mundo ambiental”. Incluso en el caso de las tendencias eróticas, la frustración es fundamental para favorecer la sublimación, la gratificación excesiva de los instintos puede producir una fijación en los estadios tempranos del desarrollo. En definitiva, la falta de disciplina o la ausencia de satisfacción de los instintos pueden interferir, ambos, con el crecimiento y la maduración del yo y sus funciones.
Respecto de la muerte, Freud dirá que la propia es inimaginable dado que los procesos inconscientes no conocen la negación, nos conducimos en lo inconsciente como si fuéramos inmortales -éste es tal vez el secreto del heroísmo-. La experiencia de la propia muerte solo la hacemos a través de la muerte del otro, de cada ser querido que perdemos en tanto es parte de nuestro yo -en un sentido netamente psicoanalítco más allá de la metáfora-. Sin embargo, tendemos a olvidar esta experiencia. Con la guerra, la muerte se hace innegable, se impone creer en ella y deja de ser una mera casualidad. Se manifiesta así, el placer que sentimos al matar. El mandamiento cristiano “no matarás” demuestra, como ya hemos dicho, que solo se prohibe lo que se desea. Pese a saber lo difícil que es modificar nuestras actitudes morales, al final del ensayo, propone oponer la idea habitual y civilizada de muerte -que nos obliga a ser heroes, olvidándola-, a otra actitud que dé a ésta el lugar que le corresponde con la ventaja de ajustarse más a la verdad y a la vez hacer más soportable la vida, porque “soportar la vida -concluye- es y será siempre, el deber primero de todos los vivientes… Si quieres soportar la vida, prepárate para la muerte”, es decir, prepárate para la muerte del otro -que amas- a través de la cual experimentarás tu propia muerte pasando a ser capaz de cuidar mejor de la vida. Es perciso que nos acostumbremos a soportar los elementos que hacen inviable la ansiada y duradera felicidad, dice Freud, esos elementos -mencionados en El Malestar de la cultura- que encuentran en la herida narcisista que nos inflige la muerte, uno de sus instrumentos más poderosos.
En el segundo ensayo de 1932, Freud es explícito acerca de las ventajas de los controles culturales, afirmando que todo lo que ayuda al crecimiento de la civilización actúa en contra de la guerra. Resalta cómo las represiones y restricciones satisfacen ciertas necesidades psíquicas íntimas, de carácter positivo, constructivo. Si en Totem y Tabú, la sociedad compensaba mediante formas de agresividad común la renuncia a ciertas tendencias sexuales y hostiles que exigía, en estos ensayos la satisfacción sustitutiva es la guerra.
Además, si los mecanismos de autocontrol necesitan ayuda externa, son las restricciones comunes las que los refuerzan. Vemos que Freud ya no enfatiza la visión de la cultura como un mal necesario sino más bien como un apoyo útil que proporciona un sentido también necesario.
Por oro lado, abandona la idea acerca de que la agresividad humana conduce inevitablemente a la guerra en tanto necesidad primaria. Reconoce ahora que disponemos de alternativas culturales para estas necesidades y habla de la posibilidad de erigir una autoridad central a la que se otrogue el derecho de juzgar todos los conflictos de intereses, algo así como nuestro sistema de Derechos Internacionales hoy.
En conclusión, en estos ensayos sobre la guerra, Freud aporta a la teoría política la opinión psicoanalítica acerca de las funciones directrices de la cultura esclareciendo el papel de la frustración en el desarrollo humano. Demuestra que las necesidades interiores pueden ser satisfechas socialmente, o en otras palabras, sí es posible encontrar equivalentes morales de la guerra.
La cohesión social
(La psicología de las masas y el análisis del yo)
La atención que la psicología del yo presta a la interacción entre las realidades interna y externa es otra de las vias que abre posibilidades para una cooperación interdisciplinaria con las ciencias sociales. Hemos dicho que Freud pensaba la guerra como un resultado primario de los instintos, un relajamiento de las inhibiciones de la civilización que llevaría a las tendencias eróticas y agresivas a manifestarse cada vez más, a medida que progresa la regresión de la sociedad. Por otro lado, la participación común en el crimen puede ser un poderoso elemento en la identificación de un grupo ya que el estimular los sentimientos de culpabilidad, promueve la unidad. Los nazis se dieron cuenta de la eficacia de sus atrocidades, por esto, a través de lazos de identificación con los líderes y mediante la ejecución real de crímenes, reforzaban la solidaridad social.
La tesis de que todas las sociedades y los grupos que las componen se mantienen unidos por mecanismos como el sentimiento de culpabilidad, víctimas propiciatorias, identificación con los líderes, tiene importancia para cualquier sistema totalitario, o mejor aún, para toda comunidad política siempre expuesta a la manipulación de su ansiedad. Esta es la verdad psicológica fundamental que se desprende de su relato acerca del crimen de la horda primitiva en Tótem y tabú: todo sistema político se basa en la ansiedad del pueblo. Como las restricciones sociales se fundan en sentimientos de culpabilidad, la agresión interiorizada constituye una fueza de unión social. El grupo sería la resurrección de la horda primitiva -con su líder como el temido padre-, deseando ser mandado por un poder sin restriciones -“ansía obedecer”-. El padre primitivo es el ideal del grupo, y la familia, el prototipo de las reacciones de autoridad. Esta visión de la unión del grupo como dependencia del representante del padre se hizo posible al incorporar Freud la psicología del yo. Si en Totem y tabú, proponía más bien que lo que mantenía unidos a los miembros de una sociedad era el sentimiento de culpa por sus deseos y acciones asesinas, y la conciencia era considerada como una reacción a las tendencias agresivas, en Psicologia de las masas… considera la conciencia como un aspeco más positivo del yo. El adulto obedece no solo a una reacción frente a la culpabilidad por la agresión, sino también a la identificación con los demás cuidadanos en su amor común por el mismo objeto, el líder. Tal identificación permite la práctica de acciones psicológicamente regresivas ya que el líder se transforma en el superyó de los individuos, que quedan desposeídos de conciencias civilizadas. Sin embargo, es la persistencia de los sentimientos de culpa por la agresión lo que da al líder su poder, activando la ansiedad mediante la culpa para sus propios fines e incluso en contra del bien de los gobernados.
Otro puente de enlace entre la psicología del yo y las ciencias sociales es la atención que ha prestado a los procesos de adaptación. En este punto, las variaciones del superyó no han de ser vistas como meros actos regresivos del individuo sino como consecuencia de la relación de éste con la sociedad como un todo. Las acciones del individuo en el grupo son satisfacciones del ello, pero también en relación con el yo y el superyó, cumplen funciones de adaptación social.
Adorno ha contrubuido a la comprensión de los mecanismos del yo involucrados en los movimientos totalitarios de masas tomando como punto de partida la obra que estamos tratando. Sostenía que Freud, “a pesar de que apenas se interesaba en el aspecto político del problema, profetizó claramente el nacimiento y carácter de los movimientos fascistas, basándose en categorías puramente psicológicas” (2), sin embargo, difería en que la imagen moderna del líder en ocasiones parece ser una extensión de la propia presonalidad del súbdito, una proyección colectiva de sí mismo, más que una imagen del padre como aparece en Freud. Al hacer del líder su ideal, el individuo se ama a sí mismo para ser liberado del peso de la frustración y del descontento que manchan la imagen de sí dada por la experiencia.
En este sentido, la figura del líder totalitario, satisface los dos aspectos de un deseo primitivo, ésto es someterse a la autoridad y ser la autoridad. Los totalitarismos alientan la dependencia patológica del líder y un relajamiento de los instintos a través de la agresión permitida. En los estados democráticos al contrario, la identificación entre el líder y los súbditos se realiza a nivel del yo. La tarea del líder consite en anticiparse a las situaciones de peligro y demostrar su competencia mediante la información pública de los hechos, representando las funciones de liderazgo que en la vida individual lleva a cabo la organización del yo. En general, los estados particulares tienen características de democracia y totalitarimsmo a la vez, pero la distribución más equilibrada de los componentes del yo y del superyó en los vínculos de identificación con el líder democrático, influye en las respuestas racionales a golpes militares reaccionarios, por ejemplo. Una de las razones de la elasticidad de los regímenes democráticos radica justamente en el hecho de que sus miembros no han recurrido a los mecanismos más primitivos del yo y del superyó. Al contrario, han atribuido a sus conductores las funciones del yo que, como grupo, son incapaces de retener para sí mismos. La identificación no afectiva con una institución como el Estado, es menos regresiva que la identificación con un líder.
En el seno de los grupos sociales, los hombres pueden renunciar a su madurez y volver a sus primeras etapas de dependencia y de pensamiento infantil. Como miembro del grupo, el individuo acepta normas morales que rechazaría como persona privada ya que al obedecer a la autoridad, deja fuera su conciencia y se rinde al placer que le produce la pérdida de las inhibiciones. Es como si existieran dos morales: la pública y la privada. Como vemos entonces, para Freud, un punto crucial para comprender la psicología de grupo es la existencia del líder, que puede ser reemplazado por cualquier idea conductora, lo importante es que exista un centro común de atención que actúe como
representante del padre -la Iglesia católica y el ejército- son ejemplos de esto.
Otra idea central es que los fenómenos de masa responden a fenómenos regresivos: solamente puede exitarse a un grupo mediante un estímulo excesivo, no se necesita lógica ni amabilidad, por el contrario, el grupo pide fortaleza e incluso violencia a su líder. Quiere ser dominado y oprimido; las masas nunca han ansiado la verdad, piden ilusiones y no pueden vivir sin ellas, comenta Freud.
Y una última explicación para la sumisión de las masas es la credulidad del amor. Los lazos emocionales constituyen la esencia de la mentalidad del grupo: la cohesión social proviene de lazos libidinosos inhibidos en su finalidad. Solo por el afecto hacia los demás se supera el amor por sí mismo, por el bien del líder, en este caso los miembros del grupo renuncian a su aversión a la obediencia.
La psicología del yo se legitima en el análisis recién en los años 20, después de que Freud perdiera a Jung y Adler como discípulos – hasta ese momento, Freud se había centrado en el inconsciente dando menos importancia al aspecto consciente del yo-. El tema de la cohesión social atravieza todas sus obras, en Totem y tabú recurrió a una especie de contrato social, ya que aunque los hombres hayan aceptado la sociedad sobre la base de su culpabilidad -respecto de la agresividad-, lo hicieron a la vez racionalmente, con porpósitos de autoprotección. En conclusión, el origen de la moral radica en la ambivalencia; satisfecha la agresividad, queda el amor y esto conduce al remordimiento y renunciamiento de la satisfacción de los instintos sexuales y de la agresividad. Lo que inicialmente mantenía unida a la sociedad era un compromiso utilitario en el que se reconocía que la renuncia a los instintos era preferible a la anarquía.
La ética “del Deseo”
La investigación psicoanalítica permite aflorar el sustrato más profundo del hombre constituido por mociones pulsionales tendientes a la satisfacción de necesidades primitivas que, en sí, no son ni buenas ni malas, sino que obtienen esta calificación según su relación con las necesidades y exigencias de la comunidad humana -hacemos notar nuevamente la confluencia de pensamientos entre Freud y Nietzsche también en este punto, consideraciones que realmente merecerían un trabajo aparte-. Solo luego de recorrer y superar todos los destinos que puede tener una pulsión, se forma el carácter del hombre. La transformación de los impulsos “malos” se puede lograr por el influjo del erotismo sobre los factores egoístas -por la necesidad humana de amor en su sentido amplio- o por la coerción de la educación que representa las exigencias de la cultura, como hemos desarrollado en el apartado sobre El malestar en la cultura. Se trata de no sobreestimar nuestra disposición social, esta tendencia surge de la idealización y de la imposibilidad de conocer las motivaciones del otro. La perspectiva moral introduce el conflicto siempre presente entre pulsiones y civilización irresuelto e irresoluble.
Lacan llama a la ética freudiana, la “ética del deseo” ya que , como hemos comentado, donde estuvo ello debo llegar a ser yo, es decir, si hubiera que explicitar un imperativo del deber en Freud, éste sería el de intentar sacar a la luz los deseos del inconsciente para su realización en la medida de las posibilidades. Porque la otra cara de esta moral es el compromiso con la realidad, Freud ha enfatizado siempre la necesidad de hacer que el ser humano sea lo más real posible, sin evasiones a la religión, la ensoñación o las enfermedades. Está visto que la ética del deseo choca inevitablemente con la normatividad social, pero para Freud no hay alternativa porque lo inconsciente es constante fuente de desajustes y sufrimientos en nuestra vida consciente.
Sin embargo, hay que intentar precisar qué se entiende por “deseo”. En principio, para Freud no era lo mismo que interés, el cual corresponde dentro de su primera teoría de las pulsiones, a las de autoconservación, en contraposición a la libido o energía de las pulsiones sexuales. En toda su obra no aparece una definición diferenciada de las pulsiones mismas de las cuales sería algo así como su desdoblamiento. El deseo es uno de los conceptos fundamentales y a la vez más ambiguos en la teoría freudiana y en general, refiere a deseos inconscientes cuyo modelo se encuentra en los sueños.
Ha sido Lacan quien ha otorgado un papel central al concepto de deseo dentro de los descubrimientos freudianos. Lacan reconstruye los deseos freudianos en su concepto de “Deseo” a secas, en singular; mientras que los primeros pueden llegar a ser enunciables, identificables y analizables, “el deseo”, en sentido lacaniano, no se apoya sobre represiones propiamente dichas, sino sobre la represión originaria, que señala un límite imposible de franquear. El deseo en Lacan especifica al hombre en cuanto ser humano y aparece como resto inarticulable de la necesidad en la demanda al otro, su carácter errático en tanto no tiene un objeto preciso, impregna las demandas, las cuales buscan un reconocimiento del propio ser y son en el fondo demanda incondicionada de amor.
El deseo se funda sobre la pérdida estructural del orden viviente a través del lenguaje, por lo cual es condición absoluta, potencia de pura pérdida, se erige sobre el poder de la falta, es afirmación irreductible del sujeto como deseo de “nada”. La experiencia psicoanalítica muestra que el inconsciente está estructurado como lenguaje. Los errores de Freud se produjeron porque aún no se conocía la lingüística; al trabajo del sueño, por ejemplo, le faltó la lógica del significante, sostendrá su discípulo. En la metonimia se muestra el deplazarse continuo del deseo. El sujeto, atravesado por el lenguaje, está clavado en la lógica del significante y allí se juega la falta de ser porque el significante no significa nada. El inconsciente es aquello que más nos constituye y que nunca se puede conocer más que en parte, por los errores, lapsus, desplazamientos de la palabra; efecto del lenguaje que por otro lado, preexiste al sujeto. El ser que habla se constituye en sujeto tachado -inconsciente- y conciencia -la larga cadena de significantes que representan lo perdido, la falta-. El inconsciente puede recomponerse mediante el psicoanálisis pero solo cuando ya no está, en esos tropiezos y errores.
Desde aquí entonces, es difícil precisar en qué sentido se puede hablar de una ética del deseo. Lacan pretende cimentarla en su incondicionalidad, así como Kant lo hizo sobre la incondicionalidad del deber. Si la maxima kantiana dice “puedes porque debes”, la lacaniana sería “debes porque deseas”. De la única cosa de la que se es culpable en términos de la ética psicoanalítica, es de haber “cedido en el deseo”. Parece que en definitiva, la tarea moral de los hombres se ha de realizar en el filo de sostener el deseo sin renunciar a él aún cuando se estime quimérica su satisfacción completa. Para Lacan, la ética se constituiría en relación misma con lo imposible, como el imperativo categórico kantiano.
El freudismo desde la óptica lacaniana, es una revolución radical porque muestra la situación del ser humano como mucho más preocupante que lo que mostraba el humanismo, no es juego de palabras decir que el síntoma es una metáfora porque somos lenguaje y en este sentido, las enfermedades también se pueden pensar como metáforas que han ocultado el significante primero y lo han sustituido por un problema físico. Lo que más inquieta de Freud, sigue Lacan, es haber puesto la sexualidad abierta, perversa y polimorfa en el centro del ser, un abismo que “nos habla”, más intelectual que biológica, la sexualidad queda enmarcada por el lengaje que constituye el deseo. Más allá de Lacan, en todo caso, podemos estar seguros de que la moral freudiana ayuda a renunciar a las morales doctrinales para vivir construyéndola, una moral universalista, fundada sobre la real condición humana, la necesidad de coexitencia y de espontaneidad en el límite del daño al otro. Moral concreta y fraternal de acción con y para el hombre, rechazando la agresividad y la guerra, como trágico absurdo que conduce al suicidio planetario, al fracaso de la civilizacion.
Política freudiana
Freud maduro puso poca atención a la política, que nunca formó parte de sus intereses intelectuales; votaba rara vez y solo cuando existía alguna candidatura liberal en su distrito. El malogrado estudio sobre el presidente norteamericano Thomas Wilson que escribió en colaboración con el diplomático William Bullit -y que según algunos autores constituyó una caricatura de psicoanálisis aplicado-, fue la única ocasión en que utilizó su técnica como arma para la lucha política. La primera guerra mundial y la revolución rusa fueron los acontecimientos más importantes durante su vida en este ámbito. Respecto del primero, pensaba que los sufrimientos inevitables sobrepasarían los beneficios culturales del nuevo régimen y en cuanto al comunismo, no era más que otra religión que ofrecía una compensación ilusoria a la masa, en un mundo futuro.
En algunas ocasiones expuso comentarios que revelaban sentimientos de corte derechista y reaccionario -“he encontrado poco de bueno entre los seres humanos en general. En mi experiencia, la mayoría de ellos son basura…”-. Sabemos que sentía una “simpatía romántica” por el Antiguo Régimen a la vez que por los desheredados de la fortuna. Estaba a favor de la igualdad económica, pero sin esperar que eso produjera mejoría alguna en la naturaleza humana fundamental. Era un “aristócrata” de espíritu: solo la minoría intelectual podía vivir sin religión, es decir, podía llegar a ser autónoma. Desconfiaba de la masa y sentía cierto desdén hacia su poca intelectualidad, pero según Roazen, se trataba de una corriente de la época, un aspecto del racionalismo de la Ilustración que está en la base del mismo tratamiento psicoanalítico. Para ejercer el liderazgo, había que educar un estrato superior de hombres con espíritus independientes. Consideraba que el estado ideal de cosas era el de una comunidad que hubiera subordinado su vida instintiva a los dictados de la razón; conservaba su fe en ésta más allá de las críticas al humanismo porque nunca abandonó en su estrato más profundo, el idealismo ilustrado.
Como liberal, Freud pensaba al estado y al individuo sin intermediarios, y aún reconociendo que cada individuo está ligado por lazos de identificación con muchos grupos, no examinó las implicaciones de esta multiplicidad de relaciones para la unidad social -la figura del líder y el gobernado le fascinaban demasidado-. De esta manera, esa fijación intelecual en la relación padre-hijo, así como su imagen liberal de la sociedad, le impidieron ver la gran cantidad de instituciones existentes que amortiguan la relación entre el indiviudo y el líder. De todos modos nos ha ofrecido una teoría original acerca del mecansimo de la cohesión social: además de la culpabilidad común y de la necesidad de autoconservación, existen lazos libidinosos inhibidos en su finalidad que unen entre sí a los miembros de una comunidad. La importancia de que exista una extendida convicción de la legitimidad del líder acerca nuevamente el pensamiento de Freud al de Weber.
En El porvenir de una Ilusión, relaciona las supersticiones religiosas con las políticas -menos irracionales que las primeras -, y siempre en tensión entre su pesimismo y su idealismo, se muestra más tolerante con el autoengaño de la política que con el religioso ya que como terapeuta, defendía el principio de realidad. Freud respetaba a sus pacientes desde la consideración de que todos los hombres son psicológicamente iguales; este rasgo y su individualismo, lo muestran como heredero de la Ilustración. El autoexamen propiciado por el psicoanálisis es otro aspecto del liberalismo, que como el ideal Ilustrado, relaciona los valores políticos con las tendencias humanas bajo la consigna de lograr lo mejor de uno mismo. Coincidió con Burke en reconocer la intensidad de las tendencias destructivas y la necesidad de coacción social, y por otro lado, coincidió con Marx en la lucha contra la alienación y el autoengaño, cuestionando así, junto con ellos, la tradicional teoría democrática liberal.
Todas las filosofías políticas se han basado en teorías acerca de la naturaleza humana por lo cual se debe tener claro la importancia de las motivaciones. Con Freud,el postulado acerca de la existencia de procesos mentales inconscientes queda establecido como un hito fundamental en la historia de las ideas de los seres humanos acerca de sí mismos, quebrando con ello los presupuestos racionalistas. Desde luego, sabemos que la conducta política no puede predecirse solamente a partir de actitudes o predisposiciones psicológicas, intervienen siempre, además, estructuras históricas y de organización. Hay fuerzas sociales, como una crisis económica, que no tienen que ver directamente con la personalidad de los individuos, pero sus reacciones frente a ella, sí dependen de la personalidad, haciendo entrar en juego otra vez los postulados del psicoanálisis. Un suceso social adquiere significado en la medida en que se relfeja en las mentes individuales, pero no en el sentido de la teoría liberal, que se autoengaña pensando que todo depende del sujeto -que este es la única fuente de limitación y fracaso, que el mundo externo es manejable si los hombres se controlan- ya que hay otras fuerzas independientes del ser humano, aunque actuando dentro de él.
La penumbra que rodea a una decisión política es vital para poder comprender lo que está realmente en cuestión durante un conflicto, y es el desconocimiento de esta importantísima zona de sombras lo que más nos perturba al estudiar la política de otra cultura o de otro período por ejemplo. Afirma Freud que la vida política actúa como una pantalla de resonancia para las personalidades, los valores, los temores y las aspiraciones, sin negar la importancia del dinero y el poder -tal vez esté pensando en Marx y Nietzsche-; se trata por tanto de colaborar, desde el psicoanálisis, atrayendo la atención sobre el contexto humano en el que aparece un problema. Gran parte de nuestras vidas consiste en intenciones, fantasías y gestos expresivos que las revelan; aquellos de los que somos menos conscientes, son los más importantes para determinar lo que somos y lo que hacemos. Sin embargo, la política admite muy poco esta realidad.
Resumamos estas ideas con una cita de Alexander: “Aquellos que han defendido el autogobierno y han confiado en el individuo han tenido poco en cuenta la opinión picológica y han negado o minimizado las fuerzas antisociales que se encuentran en el hombre, declarándole fundamentalmente social y exagerando, como hizo Locke, el poder de la razón. La noción de una naturaleza humana en conflicto consigo misma, atormentada por la oposición entre las inclinacioines sociales y las antisociales, el descubrimiento de que el ser social se desarrolla a partir de un núcleo antisocial y de que las tendencias sociales son de naturaleza dinámica y emocional y, finalmente, la concepción de que puede aumentarse el control ejercido por la razón mediante un conocimiento detallado de las tendencias antisociales reprimidas, todos estos hechos no se conocían antes de Freud” (3).

Conclusiones
Nos propusimos como objetivo mostrar el “asalto” a la fortaleza de la Razón moderna que acomete el fundador del psicoanálisis y hemos intentado hacerlo a través de la deconstrucción del sujeto freudiano en sus instancias psíquicas internas, centrándonos en particular en la tópica estructural del inconsciente – ello, yo y superyó – y ubicando la conciencia en la superficialidad como una mera “cualidad” de lo psíquico, en contraposición con la identificación lo psíquico en su totalidad y la conciencia, como sostenía la filosofía conciencialista de aquella época. Si bien Freud ignora y rechaza toda problemática sobre el sujeto originario, según Ricoeur, el yo de la modernidad designa algo que no podría nombrarse en una teoría de las pulsiones y sus destinos, escapa por sí mismo a la conceptualización analítica. “¿Lo buscaremos en la conciencia? La conciencia se anuncia como representante del mundo exterior, como función superficial…¿Buscamos en el yo? Lo que aparece es el ello. ¿Apelamos del ello a la instancia dominadora? Lo que se presenta es el superyó. ¿Perseguimos al yo en su función afirmativa, defensiva y expansiva? Lo que se descubre es el narcisismo, suprema pantalla entre el sí y el sí-mismo. El círculo se cierra y el Ego del Cogito-sum se nos escapa siempre.” (4)
Hemos visto también cómo la dinámica evolución del pensamiento freudiano nos lleva desde su confianza en el racionalismo científico, más allá de la crítica del sujeto racional que surge del descubrimiento del inconsciente, a un anti-humanismo basado en la asunción de la “tragedia” del ser humano que desea la realización completa de sus pulsiones y a la vez necesita restringirlas, limitarlas, coercionarlas para que la vida sea posible. He aquí el papel de la cultura como superyó colectivo que genera un inevitable y necesario malestar, el “malestar de la cultura”.
Hemos esbozado la ontología freudiana a través de conceptualizar la realidad de los procesos inconscientes; su epistemología, que nos presenta el psicoanálisis como una técnica heurística cuyo punto de partida es la experiencia de la clínica y su superestructura, la metapsicología. Hemos visto que la crítica del sujeto como sustancia indivisible y autotransparente a la razón, no anula la instancia ética sino que al contrario, permite poner de manifiesto -siguiendo a Jaques Lacan-, una ética de la responsabilidad y el “Deseo”, propuesta que nos llama a llevar los contenidos inconscientes a la conciencia y realizar lo deseado en la medida de lo posible, vivir construyendo una moral universalista, fundada sobre la condición real del ser humano. Y en cuanto a la política, hemos visto que más allá de la crítica a la Razón y al Humanismo, Freud no deja de ser un heredero del racionalismo ilustrado, un liberal aristócrata de espíritu en concordancia con la élite de su época, por lo cual, lo esencial en el ámbito político no lo da tanto su posición personal como la importancia que cobrarán las motivaciones psicológicas en las descisiones políticas a partir del psicoanálisis.
Hemos hecho un recorrido por las consecuencias de la aplicación del psicanálisis en las ciencias sociales y políticas, mediante la crítica de la religión -consuelo para la dureza de vivir que apela a la objetivación de un dios originado en el complejo paterno-materno-, la crítica a la moral constituida sobre el superyó como instancia restrictiva de las pulsiones, el tema de la autoridad que pone de manifiesto la relación emotiva con los líderes como si fueran nuestro padre, y la trágica tensión entre nuestro deseo de libertad y necesidad de coerción. Hemos aplicado el psicanálisis a la historia a través de Móisés, revelando los mecanismos por los cuales se mantiene la tradición de un pueblo, enfatizando la presencia del pasado en el presente del individuo y la colectividad. Hemos tratado sobre la guerra y la muerte como controles sociales, formas de manipular y canalizar la agresividad, esclareciendo el papel de la frustración en el desarrollo humano. Hemos hablado de los mecanismos que logran la cohesión social basados en el sentimiento de culpabilidad y la agresividad interiorizada y con ello, la aceptación de Freud de un papel más constructivo del yo consciente a partir de La Psicología de las masas y el análisis del yo.
Concluyamos entonces afirmando que nadie antes había comprendido la importancia de estructuras psíquicas tan profundas, éticas y sociales a la vez. A partir de Freud, la estrechez del sujeto racional se abre a la inconmensurable riqueza de sus procesos inconscientes. Al revelar al hombre los motivos desconocidos de su acción, la humanidad y su cultura quedan desmitificadas, y si por un lado, se pone de manifiesto su deseo de poder, su narcisismo, su agresividad constitucional, su infantilismo o la regresión de su sexualidad, por otro, el psicoanálisis da constancia de su necesidad de amor, su vocación social que le permite sublimar las pulsiones e identificarse con el otro para la construcción de lo humano, su aspiración espiritual irreductible e ilimitada. De esta manera, Freud ha sentado los fundamentos de un Humanismo diferente, real e integrador, sobre la base de aquello que más constituye y menos controla el hombre -su inconsciente-, y cuyo aparente pesimismo no es sino el reflejo de la enorme lucidez, la excepcional intuición y el profundo sentido de la vida de los que ha dado cuenta su creador.

Notas:
*Saldivia C., Flavia, texto para «ASSALTS A AL RAÓ POLÍTICA», Prof. J.M.BERMUDO, Universidad de Barcelona,2010-2011
(1): Ernest Jones, Sigmund Freud,vol 3, NY, Basic Books, 1957, p 465
(2): Adorno, “Freudian Theory and the Pattern of Fascist Propganda”, Psychoanalysis and the Social Sciences, vol 3, ed por Geza Roheim, NY, International Universities Press, 1951, p. 281
(3): Alexander, Franz, Our Age of Unreason, NY, Lippincott Company, 1951
(4): Ricoeur, P., Freud: una interpretación de la cultura, Siglo XXI editores, México, 1999
Bibliografía:
Básica de S. Freud:
El malestar en la cultura (1930), Alianza Editorial, Buenos Aires , 1992
Metapsicología (1913-17), en El malestar en la cultura…
Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte(1915) en El malestar en la cultura…
Moises y el monoteísmo(1938), en Freud obras completas, vol 19, Ediciones Orbis, 1988
Compendio del Psicoanalisis(1938) en Freud obras completas, vol 19…
El porvenir de una ilusión(1927), en Obras completas, cap XXI, Amorrortu, Bs.As.,1996
Totem y tabú(1913), en Obras completas, cap XIII…
Psicología de las masas y el análisis del yo (1921), en Obras completas, vol XVIII..
Introducción al Narcisismo(1914), en Obras completas, cap XIV…
La interpretación de los sueños(1900), en Obras Completas, cap IV y V…
Básica de otros:
Paul Roazen, Freud su pensamiento político y social, Ediciones Martínez Roca SA, Bcn, 1986
Laurent Assoun, Freud, la filosofía y los filósofos, Paidos, Barcelona 1982
Complementaria:
A.Hesnard, La obra de Freud, Fondo de cultura económica, México, 1972
Gomez Sanchez, C., Freud, crítico de la Ilustración, Crítica, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1998
Paul Ricoeur, Freud: una interpretación de la cultura, siglo XXI editores, España, 1999